sábado, 25 de abril de 2009

Death Line de Frederick Carlson

Ahora que la literatura noir sueca (en este caso sólo de origen) parece que está de moda, es un buen momento para lanzarse de cabeza sin coartada arty a por toda la producción del newyorkino Frederick Carlson, uno de los pulmones artificiales que mantienen con vida al venerable género del bourbon y las pistolas. Espeluznante cierre de su trilogía final del inspector Haunt, personaje carismático y complejo a la altura del mediático Walander. Cierre definitivo, por otra parte: aquí no hay vuelta atrás, ni exhumaciones crematísticas; lo asegura Carlson en todas las entrevistas promocionales, y tiene una cara como para llevarle la contraria.
El inspector Haunt aparece muerto en extrañas circunstancias en el primer párrafo de esta negrísima novela, dejando al lector sumido en un estado de confusión y desamparo que ya no nos abandonará en toda la lectura. Sin tiempo para lamentaciones, los tenientes Dickinson y Lamar se encargan de la investigación, que les lleva hasta los antiguos archivos del fallecido inspector en busca de las claves para resolver el crimen. En un ejercicio de arqueología postmorten, Carlson nos retrotrae hasta el primer caso de un joven y todavía optimista sargento Haunt, donde encontramos escalofriantes similitudes con los sucesos recientes, en una virtuosa narración en paralelo que ilumina lugares que hubiésemos deseado, al igual que Dickinson y Lamar, que permanecieran ocultos para siempre. Y todo esto sin descuidar la trama del presente, donde los dos tenientes, herederos naturales de Haunt, luchan solapadamente por el nuevo cargo bacante mientras prosiguen con la investigación. No suele este género estar plagado de hermanitas de la caridad, pero la miseria moral de todos y cada uno de los personajes, protagonistas y comparsas, que pululan por las páginas de Carlson, nos pinta un mundo descorazonador e hiriente por lo verosímil (por no decir real). Difícil nos lo pone para identificarnos con alguno, para sentir empatía por unos seres que son víctimas más de sus debilidades que de las circunstancias. Con una trama abigarrada, compleja y de hermoso dibujo, llena de revelaciones y milagros narrativos, y una prosa más afilada que nunca, concisa como un sumario, las páginas como cuchillas de afeitar se suceden hasta un final catártico y revelador que redondea todo lo expuesto e insinuado. A la altura, ustedes me perdonarán, de la resolución de El Padrino II. Pues sí: palabras mayores.
Más potente es el impacto, si cabe, si uno se ha leído las novelas anteriores de la saga, si uno ha compartido horas y noches en vela siguiendo al inspector Haunt en sus aventuras e investigaciones. Me vienen a la cabeza todos esos ciudadanos anónimos que se sorprenden en los noticiarios de que el vecino del 6º se haya cargado a siete viejecitas y se las haya comido con patatas, cuando “parecía una persona tan normal”. Haunt nunca pareció un tipo normal, pero nada hacía presagiar una trastienda tan oscura. ¿Nada? Bueno, aquí radica una de las genialidades de la obra de Carlson, y es que retrotrayéndonos a las viejas aventuras, en un ejercicio de investigación paralelo al que realizan Dickinson y Lamar, podemos comprobar con asombro que las semillas ya estaban plantadas hace muchos años, sólo que no podíamos o no queríamos verlas, hasta que el árbol ha crecido tanto que ha tapado las ventanas con sus ramas. Que todo estuviese planificado meticulosamente por Carlson desde hace un par de décadas para llegar a este final, que todos los elementos hayan estado coreografiados al milímetro para confluir en este embudo de angustia, sólo puede llenarme de asombro y admiración para un escritor grande como los mas grandes. No se me ocurre que puede hacer este buen hombre después de esto para superarse.
Resaltar la edición de Libro Blanco, prácticamente simultánea a la original, y superior en gramaje del papel y con un prólogo (discretito pero inédito) del propio Carlson. Recomendación personal

martes, 21 de abril de 2009

Los Bésicas de Lucácks Gyuri

Oscar Wilde dividía los libros en tres categorías: libros para leer, libros para releer y libros que no se deberían leer, considerando esta última la más importante. Así reflexionaba al respecto: “Decirle a la gente qué debe leer parece, en general, o bien inútil o peligroso, pues apreciar la literatura es una cuestión de temperamento y no de enseñanza.” Esto nos deja a los críticos un margen de maniobra estrecho y triste: la elaboración de un mapa del continente literario dónde debemos marcar los monstruos marinos antes que los oasis. Y aunque, señor Wilde, en las distancias cortas me guste hacerme eco tanto de mis equivocaciones (para que nadie más abunde en ellas) como de mis hallazgos, en el frío mecanismo tipográfico, impreso o electrónico, prefiero decantarme por los segundos, aunque sólo sea para caldear el ambiente.
Todo lo anterior para presentar la última obra de Lucácks Gyuri (Budapest, 1963), uno de los autores que más está dando que hablar en la nueva literatura húngara. Sin embargo, a un servidor sus dos anteriores novelas (La abuela de Maya y Las naranjas) no me habían convencido en absoluto, y si llegué hasta la última página, aprisa y en diagonal, fue por simples motivos de trabajo. Obras derivativas de la prosa de Thomas Brubeck, influencia confesa de Gyuri, me parecían dos variaciones poco imaginativas de Rompiendo corazones, la obra capital del de Birmingham. Dos novelitas descompensadas, arrítmicas, engoladas y falsas, que no me hacían entender a qué venía tanto revuelo con su dichoso autor. ¿Debería haber escrito en su momento, además de sendas reseñas imparciales y asépticas, unas advertencias de “Huir, no acercarse”? Pues quizás, pero el cuerpo me pedía explayarme sobre las obras que me estaban robando horas de sueño, obras en cuyas redes me veía atrapado sin remisión. Obras como la que hoy nos ocupa.
Los Bésicas es la tercera novela de Gyuri, pero tiene trampa: en realidad es la primera que escribió y que no llega hasta ahora a las imprentas, tras la senda abierta por sus dos éxitos precedentes (aunque posteriores). Y es que esta obra no es sencilla de leer, ni de editar ni, estoy seguro, de escribir. Porque son 680 páginas abigarradas y enrevesadas, densas y cargadas de información como las Páginas Amarillas de Singapur. Por qué su lectura resulta tan fascinante es difícil de explicar, pero lo intentaremos: en un inmueble de la vieja Budapest viven, entre otros muchos inquilinos a los que iremos conociendo, tres hombres invisibles, cada uno en su apartamento, sin conocerse entre ellos ni saber de la extraña facultad que cada uno de los otros posee. Pero no son hombres invisibles corrientes ni a tiempo completo: el primero sólo se vuelve invisible cuando duerme, el segundo cuando lee y el tercero cuando grita con todas sus fuerzas; condiciones poco prácticas para la lucha contra el crimen o el voyeurismo, como comprenderán.
No les estoy destripando nada del argumento, pues toda esta información, y mucha más, aparece en la primera página de esta voluminosa obra donde los personajes, los argumentos y las tramas se irán entrelazando con tablas de elementos sospechosos, genealogías proyectadas hacia el futuro, el manual de instrucciones del propio libro en un hilarante ejercicio metalingüístico, lecciones de historia doméstica, cosmogonías de patio, tratados de embalsamamiento y mil historias, mil callejones sin salida que aparecen ante el sobrepasado lector como atractivos desvíos a ninguna parte de la trama principal, si tal cosa existe, conformando un océano inabarcable de alusiones, interpretaciones, conexiones, asociaciones, hechos y relaciones. No existe mente humana que pueda apreender semejante maraña de signos que parecen extenderse sin pausa hasta el infinito.
Reconozco que la lectura de las primeras páginas me sumió bajo el manto de ansiedad y desazón que produce la inaprensibilidad del texto, demasiado tupido para ser desentrañado en una primera lectura. ¿Qué es fundamental y qué superfluo?, nos preguntamos. ¿Qué debo recordar y qué no, puesto que es imposible recordarlo todo? Pero pronto comprendemos que no debemos recordar nada, es decir, que debemos olvidarlo todo: lo esencial de esta obra (¿de todas?) está en el esqueleto, no en lo que lo recubre. Aliviado de esta carga insoportable, el lector vuela ligero, ingrávido, sobre páginas que se convierten de pronto en instantáneas de puro gozo, laberintos en los que perderse con infantil despreocupación. Si uno puede soportar la idea de la desintegración de su propia identidad (de su propia memoria), disfrutará con este viaje como con pocos. Aunque sólo sea para sorprenderse gozoso cada vez que vea reaparecen, una y otra vez, a los tres hombres invisibles.
Una duda final: ¿es ésta ópera prima el canto de cisne del talento de su autor, o son sus novelas posteriores un impass de mediocridad hasta la próxima gran obra? El tiempo lo dirá.