martes, 22 de diciembre de 2009

Nubes del Ártico de Urbano Lafont

Un libro dentro de un libro.
Albano es un metereólogo en una base del ártico. Su misión, descifrar el mensaje oculto de las nubes del ártico (es un decir), y medir su influencia en la meteorología del resto del globo; articular, en definitiva, la teoría del caos.
Las nubes son fractales en varios aspectos: en su perímetro, en su forma, en su densidad y en la luz que reflejan. Lafont usa esta plantilla estructural para articular su narración, para articular el caos.
Mientras el protagonista lee en el cielo, escribe su propio libro, un intento de best-seller para que su estancia de tres años en el ártico no sea en balde:
Tromso, Noruega. Una serie de desconocidos son contratados para participar en una expedición al ártico. El destino y naturaleza exacta de lo que van a hacer es una incógnita.
Un matemático, una lingüista, un teólogo, un arqueólogo.
En una base secreta del gobierno noruego les muestran un texto arcano que pone patas arriba las concepciones religiosas y científicas más asentadas en nuestra cultura (y parte de otras). Un descubrimiento tan asombroso que destapa a la historia de la humanidad como una serie de despropósitos, de chistes sin gracia.
Es fundamental, primero, verificar la autenticidad del texto antes de sacarlo a la luz; y segundo, la veracidad de los datos que desglosa.
En el libro de Urbano Lafont se van alternando los capítulos de su libro (los impares) y los del libro de Albano (los pares). La gracia: ambos libros continúan aunque nosotros no los podamos leer, es decir, mientras leemos el capítulo 4, que pertenece al libro de Albano, existe un capítulo 4 del libro de Urbano que nosotros nunca leeremos, y que se convierte en una elipsis entre los capítulos 3 y 5.
Esta alternancia hace que la lectura sea al principio ligeramente confusa y uno se encuentre desorientado. Pero a medida que las narraciones avanzan, sus tramas se van engarzando hasta que una es la continuación natural de la otra, en un juego de espejos, de significados, repeticiones y rimas que lo convierten en un descubrimiento y un gozo continuos.
Al final, todos los misterios (menos uno) se resuelven, todos los textos (el de las nubes, el hallado en el ártico, el de Albano y el de Urbano, que los engloba todos) nos son revelados y, bueno, todo es demasiado autoconsciente y desmitificador como para convertirse en un best-seller en el mundo real.
Para los que vivimos en el mundo irreal, un festín.
Tercera novela de Urbano Lafont, que como Robocop es mitad español, mitad fracés, todo escritor. Un escritor que bebe de Danilo Kiš, de Borges, de Brasser, de Auster… pero sobre todo, de Lewis Carroll. Si aquel escribió su Matemática demente, este tomo de Lafont bien podría titularse Meteorología demente.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Barbour Mountain de Peter's Stillwater Revenge


Desde su Louisville (Kentucky) natal, Peter Smith aprovecha sus ratos libres (es bibliotecario) para reescribir clásicos del rock al pie de la letra pero con su propia y personal caligrafía. En una entrevista en el fanzine Proxo Martian explicaba su modus operandi (disculpas por la penosa traducción):
"Elijo un disco de mi colección y lo reproduzco a través de los auriculares (...). Mientras escucho las canciones voy haciendo sonar instrumentos y los voy grabando por pistas. (...) Nunca escucho el conjunto hasta el final, y entre una toma y otra dejo pasar días, incluso semanas, hasta que olvido qué he grabado en cada canción. ¿Metí ya la batería en ésta? ¿No he grabado ya un solo de dulcimer para esta otra? (...) La letra la improviso sobre la marcha; desde siempre he tenido una gran facilidad para crear rimas de la nada."
¿Qué queda de los originales? "A parte de la duración de los temas, cierta cadencia rítmica y alguna resonancia de los estribillos." Escuchados un par de discos, me atrevería a decir que sólo la duración de los temas, pero bueno...
El conjunto, por extraño que parezca, guarda cierta coherencia estilística (si entendemos la incapacidad técnica como estilo, claro) y temática. Cada obra al final es una pequeña ópera rock que, en lo musical, parece descomponerse al contacto con el aire, antes de llegar a nuestros oídos; y en lo temático da vueltas y más vueltas sobre obsesiones tan particulares, tan personales, tan nimias, que uno no puede más que sentirse identificado. Por ejemplo, en su reescritura del Ocean Rain de Echo & The Bunnymen (Answer Pain de Elmo & The Marmalades en su versión), nos habla de una tarde de pesca en que se clava un anzuelo entre dos dedos y repasa mentalmente los métodos para extraerlo sin dolor, conformando una fábula aterradora sobre la falta de responsabilidades al que la sociedad actual nos ha abocado (o algo así).
El resultado bascula entre la cacofonía más o menos articulada y el paisaje sonoro, entre el krautrock metronómico y una especie de folk de frenopático. Hipnótico y apasionante, una experiencia sónica realmente rica, sin la necesidad de recurrir al paternalismo que muchos defensores de estos outsiders enarbolan por bandera. Peter Smith se defiende muy bien él solo.

sábado, 25 de abril de 2009

Death Line de Frederick Carlson

Ahora que la literatura noir sueca (en este caso sólo de origen) parece que está de moda, es un buen momento para lanzarse de cabeza sin coartada arty a por toda la producción del newyorkino Frederick Carlson, uno de los pulmones artificiales que mantienen con vida al venerable género del bourbon y las pistolas. Espeluznante cierre de su trilogía final del inspector Haunt, personaje carismático y complejo a la altura del mediático Walander. Cierre definitivo, por otra parte: aquí no hay vuelta atrás, ni exhumaciones crematísticas; lo asegura Carlson en todas las entrevistas promocionales, y tiene una cara como para llevarle la contraria.
El inspector Haunt aparece muerto en extrañas circunstancias en el primer párrafo de esta negrísima novela, dejando al lector sumido en un estado de confusión y desamparo que ya no nos abandonará en toda la lectura. Sin tiempo para lamentaciones, los tenientes Dickinson y Lamar se encargan de la investigación, que les lleva hasta los antiguos archivos del fallecido inspector en busca de las claves para resolver el crimen. En un ejercicio de arqueología postmorten, Carlson nos retrotrae hasta el primer caso de un joven y todavía optimista sargento Haunt, donde encontramos escalofriantes similitudes con los sucesos recientes, en una virtuosa narración en paralelo que ilumina lugares que hubiésemos deseado, al igual que Dickinson y Lamar, que permanecieran ocultos para siempre. Y todo esto sin descuidar la trama del presente, donde los dos tenientes, herederos naturales de Haunt, luchan solapadamente por el nuevo cargo bacante mientras prosiguen con la investigación. No suele este género estar plagado de hermanitas de la caridad, pero la miseria moral de todos y cada uno de los personajes, protagonistas y comparsas, que pululan por las páginas de Carlson, nos pinta un mundo descorazonador e hiriente por lo verosímil (por no decir real). Difícil nos lo pone para identificarnos con alguno, para sentir empatía por unos seres que son víctimas más de sus debilidades que de las circunstancias. Con una trama abigarrada, compleja y de hermoso dibujo, llena de revelaciones y milagros narrativos, y una prosa más afilada que nunca, concisa como un sumario, las páginas como cuchillas de afeitar se suceden hasta un final catártico y revelador que redondea todo lo expuesto e insinuado. A la altura, ustedes me perdonarán, de la resolución de El Padrino II. Pues sí: palabras mayores.
Más potente es el impacto, si cabe, si uno se ha leído las novelas anteriores de la saga, si uno ha compartido horas y noches en vela siguiendo al inspector Haunt en sus aventuras e investigaciones. Me vienen a la cabeza todos esos ciudadanos anónimos que se sorprenden en los noticiarios de que el vecino del 6º se haya cargado a siete viejecitas y se las haya comido con patatas, cuando “parecía una persona tan normal”. Haunt nunca pareció un tipo normal, pero nada hacía presagiar una trastienda tan oscura. ¿Nada? Bueno, aquí radica una de las genialidades de la obra de Carlson, y es que retrotrayéndonos a las viejas aventuras, en un ejercicio de investigación paralelo al que realizan Dickinson y Lamar, podemos comprobar con asombro que las semillas ya estaban plantadas hace muchos años, sólo que no podíamos o no queríamos verlas, hasta que el árbol ha crecido tanto que ha tapado las ventanas con sus ramas. Que todo estuviese planificado meticulosamente por Carlson desde hace un par de décadas para llegar a este final, que todos los elementos hayan estado coreografiados al milímetro para confluir en este embudo de angustia, sólo puede llenarme de asombro y admiración para un escritor grande como los mas grandes. No se me ocurre que puede hacer este buen hombre después de esto para superarse.
Resaltar la edición de Libro Blanco, prácticamente simultánea a la original, y superior en gramaje del papel y con un prólogo (discretito pero inédito) del propio Carlson. Recomendación personal

martes, 21 de abril de 2009

Los Bésicas de Lucácks Gyuri

Oscar Wilde dividía los libros en tres categorías: libros para leer, libros para releer y libros que no se deberían leer, considerando esta última la más importante. Así reflexionaba al respecto: “Decirle a la gente qué debe leer parece, en general, o bien inútil o peligroso, pues apreciar la literatura es una cuestión de temperamento y no de enseñanza.” Esto nos deja a los críticos un margen de maniobra estrecho y triste: la elaboración de un mapa del continente literario dónde debemos marcar los monstruos marinos antes que los oasis. Y aunque, señor Wilde, en las distancias cortas me guste hacerme eco tanto de mis equivocaciones (para que nadie más abunde en ellas) como de mis hallazgos, en el frío mecanismo tipográfico, impreso o electrónico, prefiero decantarme por los segundos, aunque sólo sea para caldear el ambiente.
Todo lo anterior para presentar la última obra de Lucácks Gyuri (Budapest, 1963), uno de los autores que más está dando que hablar en la nueva literatura húngara. Sin embargo, a un servidor sus dos anteriores novelas (La abuela de Maya y Las naranjas) no me habían convencido en absoluto, y si llegué hasta la última página, aprisa y en diagonal, fue por simples motivos de trabajo. Obras derivativas de la prosa de Thomas Brubeck, influencia confesa de Gyuri, me parecían dos variaciones poco imaginativas de Rompiendo corazones, la obra capital del de Birmingham. Dos novelitas descompensadas, arrítmicas, engoladas y falsas, que no me hacían entender a qué venía tanto revuelo con su dichoso autor. ¿Debería haber escrito en su momento, además de sendas reseñas imparciales y asépticas, unas advertencias de “Huir, no acercarse”? Pues quizás, pero el cuerpo me pedía explayarme sobre las obras que me estaban robando horas de sueño, obras en cuyas redes me veía atrapado sin remisión. Obras como la que hoy nos ocupa.
Los Bésicas es la tercera novela de Gyuri, pero tiene trampa: en realidad es la primera que escribió y que no llega hasta ahora a las imprentas, tras la senda abierta por sus dos éxitos precedentes (aunque posteriores). Y es que esta obra no es sencilla de leer, ni de editar ni, estoy seguro, de escribir. Porque son 680 páginas abigarradas y enrevesadas, densas y cargadas de información como las Páginas Amarillas de Singapur. Por qué su lectura resulta tan fascinante es difícil de explicar, pero lo intentaremos: en un inmueble de la vieja Budapest viven, entre otros muchos inquilinos a los que iremos conociendo, tres hombres invisibles, cada uno en su apartamento, sin conocerse entre ellos ni saber de la extraña facultad que cada uno de los otros posee. Pero no son hombres invisibles corrientes ni a tiempo completo: el primero sólo se vuelve invisible cuando duerme, el segundo cuando lee y el tercero cuando grita con todas sus fuerzas; condiciones poco prácticas para la lucha contra el crimen o el voyeurismo, como comprenderán.
No les estoy destripando nada del argumento, pues toda esta información, y mucha más, aparece en la primera página de esta voluminosa obra donde los personajes, los argumentos y las tramas se irán entrelazando con tablas de elementos sospechosos, genealogías proyectadas hacia el futuro, el manual de instrucciones del propio libro en un hilarante ejercicio metalingüístico, lecciones de historia doméstica, cosmogonías de patio, tratados de embalsamamiento y mil historias, mil callejones sin salida que aparecen ante el sobrepasado lector como atractivos desvíos a ninguna parte de la trama principal, si tal cosa existe, conformando un océano inabarcable de alusiones, interpretaciones, conexiones, asociaciones, hechos y relaciones. No existe mente humana que pueda apreender semejante maraña de signos que parecen extenderse sin pausa hasta el infinito.
Reconozco que la lectura de las primeras páginas me sumió bajo el manto de ansiedad y desazón que produce la inaprensibilidad del texto, demasiado tupido para ser desentrañado en una primera lectura. ¿Qué es fundamental y qué superfluo?, nos preguntamos. ¿Qué debo recordar y qué no, puesto que es imposible recordarlo todo? Pero pronto comprendemos que no debemos recordar nada, es decir, que debemos olvidarlo todo: lo esencial de esta obra (¿de todas?) está en el esqueleto, no en lo que lo recubre. Aliviado de esta carga insoportable, el lector vuela ligero, ingrávido, sobre páginas que se convierten de pronto en instantáneas de puro gozo, laberintos en los que perderse con infantil despreocupación. Si uno puede soportar la idea de la desintegración de su propia identidad (de su propia memoria), disfrutará con este viaje como con pocos. Aunque sólo sea para sorprenderse gozoso cada vez que vea reaparecen, una y otra vez, a los tres hombres invisibles.
Una duda final: ¿es ésta ópera prima el canto de cisne del talento de su autor, o son sus novelas posteriores un impass de mediocridad hasta la próxima gran obra? El tiempo lo dirá.

martes, 31 de marzo de 2009

Slow Motion Crash: Life and Death of Rotten Banana, de Kenneth Arrow

No sé ustedes, pero a un servidor, de vez en cuando, le gusta que lo desconcierten, que lo sorprendan con obras (de cualquier campo) inaprensibles, únicas. Volver de vez en cuando a los códigos genéricos, a las obras de estructura clásica y asumible, es como volver a casa por vacaciones para comprobar que todo sigue igual, que tus padres tienen las mismas manías y el edificio tiene las mismas humedades. Pero de vez en cuando, insisto, un paseo por una ciudad desconocida resulta estimulante y purgante.
Y el artefacto que hoy nos ocupa es un perfecto ejemplo de visita relámpago sin mapa. Con una estructura que se intuye irrepetible y fractal como un copo de nieve, el texto va cristalizando a partir de breves conversaciones, breves recuerdos del autor/protagonista, Kenny A, y su trouppe. Miembro fundador de los Rotten Banana (aporreaba bidones y latas de gasolina al fondo del escenario), seminal banda punk del East L.A., compañeros de batallas de los Germs, Zeros, Bags, Red Cross y toda esa caterva de adolescentes que se juntaron de cinco en cinco para hacer ruido más o menos modulado, más o menos armónico. Y los Bananas fueron los menos modulados, los más atómicos: herederos del ruidismo pangermánico y de francotiradores solitarios que hacían la guerra por su cuenta (Swell Maps, los Captain Beefheart del Trout Mask Replica, el minimalismo de Terry Riley); unos referentes que huían de las estructuras manidas (¿les suena?) y los sonidos complacientes, y que les permitía a los Bananas disimular, por qué no decirlo, su absoluta falta de pericia instrumental. Destacaba sobre este caos la poderosa voz de Milton Herrera, una especie de Steve Marriott punk y chicano que somatizó el zeitgeist del East L.A. (extrapolable a cualquier barriada multicultural de cualquier metrópoli) en consignas herméticas gritadas con voz desgarrada, y que sirve de hilo conductor a Kenneth Arrow en su viaje de vuelta al pasado.
Todo esto lo decimos de oídas, o mejor dicho, de leídas, pues los Bananas no llegaron a grabar ninguno de sus exabruptos. En una época y unas circunstancias donde la urgencia marcaban la pauta, Rotten Banana fueron los más radicales: ni un mísero single, ni una sola cancioncilla compartida en algún split, ninguna participación en recopilatorio alguno. Seis meses de vida (entre febrero y julio de 1980), un puñado de conciertos mal contados y a otra cosa. Sólo permanece la conmoción que provocaron entre los que los vieron y oyeron, y ahora, este pequeño libro, testimonio de que aquello existió.
¿A quién puede interesar? A los fans de los Rotten Banana, si tal cosa existe, sin duda alguna. También a los interesados en la escena primigenia del punk angelino, rica y prolífica como pocas, heredera sui generis de esa monarquía conocida como California Sound. Sustituido el bienestar por el desasosiego, a estos críos les tocó cambiar los gritos histéricos de las fans por el esputo indiscriminado, los punteos de Rickenbacker por la fanfarria de chatarrería, las armonías vocales por los estertores inarticulados. Finalmente, debería ser lectura obligatoria para los degustadores de literatura rock con la intención de aprobarlo todo en junio: pocas veces me he topado con un texto que se identifique tan profundamente con la música que describe. Efectivamente, este libro es como una larga y caótica jam. Lejos del anecdotario, y mucho más que la simple recreación romántica de una época, el texto de Arrow (profesor de lingüística en la UNWC) es una compleja maraña de estilo conciso y repetitivo (pienso en Thomas Bernhard) que va creciendo en el interior del lector como un cáncer maligno. Como fuegos artificiales a cámara lenta, este cristal de hielo se derrite lenta e inexorablemente ante nuestros ojos, mostrando una belleza única e irrepetible. Seis meses mágicos en la vida de cinco muchachos empeñados en destruir el mundo con sus instrumentos para construir sobre sus ruinas uno más hermoso y justo.