lunes, 31 de marzo de 2008

99 Clavos de Graham P. Redford

Novelas sobre psichokillers las hay para llenar palés; novelas como ésta de Graham P. Redford se pueden contar con los dedos de una mano tullida. Basada parcialmente en la historia real de Burton Kennedy, que asesinó salvajemente a 16 personas en el verano de 1967 (el verano del amor, efectivamente), esta breve novela se estructura en 99 pequeños capítulos, algunos de apenas un párrafo, donde Redford nos introduce en la mente del asesino y nos narra en primera persona sus vicisitudes desde que se traslada a Oregon hasta que comienza con su particular carnicería. Tirando de hemeroteca y de entrevistas con el propio Kennedy (que todavía cumple cadena perpetua), Redford nos entrega una obra a medio camino entre la ficción y la realidad, desde el punto de vista dislocado de un enfermo mental (esquizofrenia agudizada por el uso de L.S.D.), que logra meter el miedo en el cuerpo al lector con su descripción de una mente en el límite de lo soportable, que necesita recrear el apocalipsis para que sus visiones, y su vida, tengan sentido. Como si de un Dennis Cooper heterosexual se tratase, Redford analiza a través de su nítida lupa hasta el último vericueto del cerebro de Kennedy, intentando encontrar el error y la causa, si la hay, de tal barbarie.
La segunda mitad de la novela se centra en los crímenes en sí. Ya no hay espacio para la reflexión, ya no hay tiempo para detenerse: cada palabra es como una cuchilla de afeitar que se desliza por nuestro cuerpo, desgajándolo limpiamente. Las descripciones de los asesinatos se leen con el estómago en tensión, con los ojos entornados. No parece una novela para ser leída a plena luz del día, sino que busca la penumbra, busca la complicidad en el zumbido eléctrico de una bombilla. La explicitud fría y distante lo aleja del gore al uso; no se recrea en lo escabroso, sino que lo escabroso brota de forma natural como los gusanos de un cuerpo descompuesto. Fuerte apuesta de la de la santanderina Ediciones Roma, más interesada en el rigor que en el morbo. No van de farol, así que habrá que tomárselos en serio.

Space Squad de Charles Chambers

Space Squad es la obra de una única fuerza creativa, de una única voluntad férrea y constante, la de Charles Chambers (que por cierto tiene nombre de superhéroe de la Marvel). Él escribe, dibuja, rotula y autoedita bajo el logo de Creature, esta, su criatura. Chambers, apasionado devorador de todo tipo de cómic, fan fanático del medio y habitual de toda convención del ramo a lo largo y ancho de su Estados Unidos natal, saca un primer número fotocopiado de Space Squad en 1999, con una difusión y repercusión mínimas. Leído hoy se notan las carencias a nivel gráfico, pues Chambers es más un narrador competente que un ilustrador brillante, y las viñetas muestran a personajes estáticos en unas composiciones monótonas, con una tendencia a la sobresaturación de diálogos (las cabezas parlantes de toda la vida) que demuestran un caudal de ideas difícil de contener. La falta de atractivo visual privó a muchos posibles lectores de entrar en tan fascinante y original universo, pues el fuerte de Chambers está en la creación de personajes complejos y coherentes, que se mueven en un universo en absoluto maniqueo, lleno de detalles y matices que no se aprecian en un vistazo fugaz en la librería. Las densas 24 páginas del primer número le bastan al autor para introducirnos en su abigarrado mundo, lleno de referencias a los clásicos (Flash Gordon) y no tan clásicos (Nexus) de la ciencia ficción viñetística, en un número autoconclusivo que deja con ganas de más, mucho más. Tardará casi dos años en sacar el número 2, esta vez ya editado con un aspecto profesional y en color (obra de su esposa Katherine). Se nota la evolución en el dibujo, más suelto y dinámico; y la historia termina con un cliffhanger, dando muestras de que Chambers quiere dar continuidad a la serie. Así, de una forma periódica, saca los números 3 y 4, que conforman un primer arco argumental. La serie se convierte en un pequeño éxito editorial, en un momento en que las dos gigantes (Marvel y DC) volvían a copar el mercado casi por completo. Chambers, con su inquebrantable capacidad de trabajo, completa en apenas un año el segundo arco argumental, también compuesto de 4 números (como veremos, el número 4 es fundamental). Tras un descaso de un par de años por motivos de trabajo (por si alguien lo dudaba, Charles Chambers no vive de sus comics), vuelve con fuerza en el año 2004 con el tercer arco argumental, al que sigue el cuarto en el 2006. Estos cuatro arcos argumentales son ahora recopilados en sendos y coquetos tomos, recoloreados, con nueva rotulación y con extras (entrevistas, bocetos, introducción del omnipresente Neil Gaiman), y con portadas de cuatro de los grandes (Brian Boland, John Cassaday, Steve Rude y Glenn Fabry, respectivamente), todos bajo el título unificador de The Getaway. El autor promete continuar en breve con el siguiente gran arco argumental, que sacará directamente en tomos, mucho más rentables, y después con un tercero y un cuarto que conformarían la historia que jura y perjura tiene completa en su mente.
Que nada de lo anteriormente dicho tire para atrás al aficionado. No será necesario esperar un par de décadas para disfrutar de esta historia de espionaje y traición futurista en su totalidad, podemos ir degustándola poco a poco, pues estos cuatro tomos, aunque plantean algunas dudas que serán resueltas en el futuro, presentan una historia autoconclusiva y muy disfrutable. Partiendo de los presupuestos de la space opera, Chambers da una vuelta de tuerca a los tópicos del género, pero siempre con un carácter lúdico. La historia comienza cuando todos los compañeros del Capitán Dwight Lightning (una especie de cascos azules del siglo XXVIII) mueren en una emboscada en una de sus rutinarias misiones. El primer número narra la investigación de Lightning en busca del conspirador, y su particular venganza. A partir del segundo número Lightning reclutará a sus nuevos compañeros, y juntos emprenderán la gran aventura que conforma este primer arco argumental. Habrá traiciones inesperadas, cambios de bando, viajes temporales (buena parte del tercer tomo se desarrolla en un desternillante 1984, por motivos que serían muy complicados de explicar aquí), sexo entre especies, batallas épicas en el torrente sanguíneo de un perro (especie muy importante en el siglo XXVIII), paradojas temporales, enredos amorosos, androides con problemas de autoestima y mil y una sorpresas más que hacen de su lectura una continua delicia. Esta edición en tomos está teniendo más éxito del esperado en Estados Unidos, lo que quizás posibilite que alguien se lance a traducirlos a nuestra lengua. Para los impacientes, que aprovechen ahora que el dólar está por los suelos y no duden en hacerse de una tacada con este manjar.

domingo, 30 de marzo de 2008

Deslices de Kenneth Ford

Samuel y Alice son un maduro y feliz matrimonio, al menos en apariencia. Alice va a pasar unos días a Montreal, a casa de su madre convaleciente, y Samuel aprovecha esos días que pasa solo en casa para acostarse con una prostituta. Lo tiene todo planeado desde hace tiempo: ha acumulado efectivo de su tarjeta de crédito para pagarle, ha ido al médico para que le recete Viagra, e incluso tiene elegida a la prostituta, que publica un anuncio semanal en el periódico. Su nombre es Alice. Por supuesto, nada sale como Samuel tiene planeado: todos los hoteles de la ciudad están colapsados por un congreso de proctólogos, un mensaje anónimo en el contestador automático le hace sospechar sobre el verdadero motivo del viaje de su esposa, su cuñado viene a devolverle una sombrilla de playa en el peor momento, la Viagra tiene insospechados efectos secundarios, el alambique del sótano comienza a fermentar saltándose todas las leyes de Newton y Alice, bueno, Alice es mucho más de lo que Samuel podría esperar.Un argumento a medio camino entre Wilt y un hipotético Los Hermanos Marx se van de putas, la novela es un delirio de giros y ocurrencias perfectamente engarzados. Como toda gran comedia, las cargas de profundidad son potentes pero de sabor dulce, dinamitando todos los pilares de nuestra sociedad (familia, sexo, religión, trabajo, drogas...) a base de carcajadas.
Con esta novela, Kenneth Ford, un señor canadiense con cara de cachondo mental (con corbata granate en la foto), ganó el premio Green Vinegar de novela en su edición de 2006. Nos alegramos enormemente de que un certamen tan serio premie una comedia, posibilitando además su publicación en nuestra lengua (por Ediciones Clarinete). Muy recomendable.

Valkyria de Jeannete Redford

Herja es una Valkyria infiltrada en la corte de los Medicis del siglo XIV, pero en un mundo paralelo donde las tierras han derivado desde el Pangea primigenio a otras formas distintas a las de nuestros continentes. El único punto en común entre ambos mundos es la mágica ciudad de Constantinopla, vórtice espaciotemporal de rigor, cuna de los Medicis y sede papal. Herja oculta sus voluptuosas formas bajo una túnica ceremonial, participando en escarceos de distinta índole para pasar el rato mientras espera la llegada del elegido que su pueblo aguarda para que los dirija en la batalla final, el Ragnarök. Éste resulta ser un apocado pescadero llamado Fhadil Toler, que llega como cocinero entre las hordas del este que intentan conquistar Constantinopla. El pobre Fhadil sufre de pesadillas recurrentes que lo tienen trastornado, pesadillas en donde es el comandante de un poderoso ejército despiadado que lleva al mundo al borde de su autodestrucción. Su nombre es Adolf Hitler. Convencido de ser la reencarnación de dicho mandatario, pide ser incluido en primera línea de ataque para morir por sus imperdonables pecados, hasta que comprende que lo que debe hacer es todo lo contrario: realizar todo el bien posible para compensar sus maldades pasadas. El plan parece relativamente sencillo, hasta que Herja se cruza en su camino y todo su mundo se vuelve patas arriba.
Vigorosa narración que se lee entre carcajadas y semi-erecciones, no pretende ser más que lo que es: un loco divertimento, 300 páginas de pura fantasía escapista de la buena, sin relecturas más profundas que las que uno quiera encontrar. Jeannette Redford, pseudónimo de Vivian J. Redford que, a pesar de lo que el nombre pudiese indicar, es un profesor de Nueva Inglaterra que ronda los cincuenta, con gafas y barba (ver foto), y que se dedica la mayor parte del tiempo a escribir textos sobre teoría literaria bastante sesudos y a dar conferencias sobre la misma materia. Entre charla y charla, eso sí, le debe quedar el suficiente tiempo libre para escribir libros como el que nos ocupa, donde pone toda su sabiduría y conocimientos teóricos al servicio de los más diversos géneros, que parodia con un rigor y seriedad encomiables, demostrando un amor por el arte de la escritura que se nota hasta en la última conjunción copulativa. Esta es la primera obra suya que se publica en España. Pronto, si las ventas acompañan mínimamente, los camicaces de Umbra nos prometen que seguirán con sus locuras (espero con entusiasmo su hilarante relectura de los mitos lovecraftianos, The Mandess of Ytgmuth).

Verde Oliva de Francesco Cácamo

De una belleza helada, casi translúcida, la prosa del italo-suizo Francesco Cácamo, poeta con hiatos de narrador, y no al revés, nos introduce en un enredo plagado de incestos, de crímenes sin castigo, de asesinos sin remordimientos, de cadáveres parlantes, de libros a los que faltan páginas y de perspectivas que se alargan hasta el infinito, como en un cuadro de DeChirico.
Una imagen turbadora, duchampiana, abre esta breve novela de Cácamo: una mujer tendida en una cama se masturba, con las piernas abiertas y la falda subida, ofreciendo abiertamente su sexo, mientras un muchacho la observa embelesado a través del cerrojo de la cerradura. No sabemos si la mujer sabe que la están observando, y no lo sabremos hasta que no hayamos leído, como en un suspiro contenido, las 119 páginas intermedias.
Sergio Velafonte, el joven protagonista, voyeur por vocación y amnésico por convicción, vive en un presente continuo que le impide remontarse más allá de la página precedente. Metáfora de una Europa enferma y obesa, de un continente hundido bajo el peso de sus propias heces, el joven Sergio vive como una alimaña, alimentándose de los despojos de su acaudalada familia, espectador mudo entre una jauría de charlatanes. Arrastra sus macilentas carnes por los pasillos de una mansión en la que en cada rincón hay un lienzo, y en cada lienzo un secreto. Siguiendo el orden caprichoso al que el deambular de Sergio nos obliga, en una noche de vigilia de pasos apagados sobre mullidas alfombras, vamos desenredando la maraña llena de nudos que es el pasado de los Velafonte, placton que se cuela entre las redes del pobre protagonista, que no pilla ni una. La ironía dramática posibilita momentos tanto hilarantes como cargados de tristeza, cuando no las dos cosas a la vez, en un alarde de delicadeza y elegancia que aleja en todo momento este breve tomo de la burda farsa.
La madrileña Kilómetro Cero sigue dando pasos firmes en su aventura editorial. Empeñados en ofrecernos lo mejor de entre lo más arriesgado del panorama internacional actual, después de Su mejor amigo de Francis Guido Trenton (apreciable recreación de los musicales de la Paramount con desafine punk) y La muerte del jazz, una indescriptible epopeya sobre el vello púbico femenino de Kazuo Tanisaki, ahora aciertan plenamente con su tercera referencia, la primera verdaderamente imprescindible de su catálogo; y seguro que no la última.

viernes, 28 de marzo de 2008

Darkline de Frederick Carlson

Lo comentábamos con respecto a la obra anterior del escritor norteamericano de origen sueco Frederick Carlson, Skyline: se apreciaba una evolución en su estilo, un deseo palpable de adquirir una nueva mirada, alejada de los clásicos del género negro. Ahora sabemos más: la obra anterior y la que ahora nos ocupa son los dos primeros pasos de una trilogía que marcará la despedida del Inspector Haunt (resaltar que su nombre ya no es aludido en la portada como recurso publicitario), y que, a día de hoy y a la espera de la conclusión, sitúan al señor Carlson a la altura de los más grandes escritores de género negro actuales; al menos para un servidor. Si en su obra precedente ya nos deslumbraba con una trama asfixiante, sobriamente plasmada con un estilo cortante, donde no sobraba ni una sola palabra, sin concesiones ni tiempos muertos, aquí lleva sus logros al paroxismo: una trama mínima que funciona como un loop repetido, un mantra que salpica de sangre el rostro de un lector que se ve inmerso en un universo nihilista, frágil como un castillo de naipes.

Todo comienza cuando un ratero de poca monta fuerza la puerta trasera de una pequeña tienda para llevarse la recaudación, teniéndose que conformar con un poco de calderilla suelta y unas bolsas de bollería industrial. Poco después llega el empleado encargado de abrir el local ese día, que al ver el panorama aprovecha la ocasión para desvalijar la caja fuerte y echarle la culpa al ladrón. Acto seguido llama al dueño de la tienda, que se presenta al instante, con unas intenciones muy alejadas de lo que el empleado, y el lector, podríamos suponer. Las sorpresas son continuas, los cambios de punto de vista de un virtuosismo casi exhibicionista, el ritmo frenético. Como suponíamos, los agentes Dickinson y Lamar (desde ya mismo una de las más memorables parejas del género), que ejercían de conductores de la trama en la obra anterior de Carlson, se convierten aquí en los auténticos protagonistas, quedando el maduro inspector Haunt reducido a mero espectador desde su privilegiada atalaya, apenas una sombra que sobrevuela la trama. Es la suya, eso sí, una ausencia poderosa, magnética: está presente en cada una de las páginas sin aparecer físicamente en ellas.

Dickinson y Lamar, partes integrantes del mismo componente químico, le otorgan, no sólo un nuevo ritmo a la prosa de Carlson, sino una nueva dimensión. Haunt era pura ironía, y las obras protagonizadas por él eran ejercicios de recreación realmente efectivos, autoconscientes hasta la parodia. Eran divertidos hasta donde un descuartizamiento pueda serlo. Eso ha cambiado: el humor está ahora fuera de plano, en los huecos que deja la narración y que sólo podemos suponer. Como un chiste mal contado, el ritmo es entrecortado e intuimos el final demasiado pronto; como un chiste bien contado, el final es mejor de lo que nos habían dejado entrever. Mezcla entre corazón arrítmico y pistola encasquillada, la novela funciona por insostenible, por insoportable (piensen en un Funnie Games de Haneke). De una tensión física que sobrepasa las letras impresas, supone la obra maestra indiscutible de un Frederick Carlson al que no debería perderse ningún aficionado al noir ni a la literatura de calidad. La edición de Libro Blanco, como siempre, para sacarse el sombrero.

Aquellos que vieron la oscuridad de Pedro García y Simientes

El autor burgalés (1867-1914), ejerció la abogacía para ganarse la vida y practicó la literatura para hacerla soportable. Antes de darse muerte escribió y publicó una buena colección de relatos (cerca de cincuenta), y seis novelas. No es un legado especialmente voluminoso, pero sí de una calidad extraordinaria que hace más incomprensible su poco reconocimiento en nuestro (y su) país. Baste decir que existen más obras suyas disponibles en lengua inglesa que en castellano. Así, a bote pronto, recuerdo dos relatos (El gusano de las entrañas y el soberbio Los puñales romos, una maravilla de 18 páginas que me introdujo en su particular universo) publicados en sendas recopilaciones de Valdemar, y una breve novela, Doscientos kilogramos, publicada por Ediciones La Espina a mediados de los noventa. Lo demás, por desgracia, permanece descatalogado desde hace décadas (con suerte y paciencia podréis encontrar alguno de sus librillos publicados por la Editorial Fontamara en librerías de viejo). Pero llegan los benefactores de Umbra para poner remedio al despropósito, pues más que editores parecen superhéroes. Prometen ir publicando con cuentagotas, dentro de sus posibilidades, la obra de este genio semidesconocido de lo macabro, y pionero del género terrorífico (en un amplísimo sentido del término) en nuestra lengua.
García y Simientes, lector incansable de Allan Poe (lo que ya nos habla de un carácter especial), comienza sin embargo a escribir tras la lectura de The Parasite (1894), de Conan Doyle. Se trata de un relato de apenas 60 páginas, donde el escritor escocés formula su visión particular del vampirismo, un poco en la línea de lo que ya hiciera Maupassant siete años antes en Le Horla, en plena fiebre de esta temática que culminaría con el Drácula de Stoker en 1897. Sin ser El Parásito una de las obras más memorables del creador de Sherlock Holmes, por alguna razón activa la espoleta de escritor en ciernes que García y Simientes mantenía latente en su cabeza, y a una edad relativamente tardía de 28 años comienza su carrera literaria. Su primera novela, Las trompetas de la muerte, sigue la estructura en forma de diario de El Parásito, y nos presenta a un misterioso noble que vampiriza (más metafórica que físicamente) a su criada y a la hija de ésta, “autora” material del diario. La deuda con la obra de Conan Doyle es demasiado evidente, y todavía hay cierta indeterminación en la temática y los personajes. A pesar de ello hay pequeños hallazgos, breves pasajes que todavía hoy siguen resultando turbadores, como escritos en medio de delirios febriles. El mismo García y Simientes comprende que aún no está maduro para una obra de esas dimensiones, y decide fajarse con un puñado de relatos antes de emprender su próxima novela. En estas obras breves encontramos sus primeros trabajos imprescindibles, caso de A través de los siglos, El cuerno inglés o la ya citada Los puñales romos, uno de los mejores relatos fantásticos de la época, en cualquier lengua. Publica con cierta regularidad en revistas especializadas, incluso británicas (él mismo traducía sus escritos, pues poseía un gran dominio del inglés), como Amazing Crimes o Dark Room’s Stories, con el pseudónimo de Pieter Seems.

Su segunda novela, la que nos ocupa, muestra ya una madurez y un dominio del oficio magistrales. Tras un título tan rimbombante, García y Simientes nos narra, en una inquietante primera persona y con un tempo perezoso, la vida de Abel Velasco, un octogenario abogado retirado, que emprende desde su lecho de muerte, con su último resquicio de lucidez y en tiempo real, un viaje de regreso mental, a modo de flashback, hasta el mismísimo vientre materno de su madre. Comprende, y nosotros con él, que su existencia no ha discurrido por el camino que él creía haber transitado. Atando cabos descubre aterrado que él es uno de los autores (involuntario, pero autor) de ciertos crímenes infectos (que no precisaremos aquí para no destripar la lectura de la obra) que llegó a vengar con gran ensañamiento tiempo atrás. Las últimas páginas, con la confesión al sacerdote (más implicado, ejem, en los crímenes de lo que el narrador cree en un principio) y la revelación en la que el propio Velasco comprende que ha estado parasitando su propio cuerpo, resultan estremecedoras, hermosas y cargadas de un misterio todavía insondable a día de hoy. Como un exorcismo del propio autor, la novela funciona como la confesión de un alma atormentada, que terminaría sus días desesperado, degollándose a sí mismo (no se me ocurre un modo de suicidio más terrible).
García y Simientes bebe de la tradición anterior, sobre todo de su adorado Poe (aunque, paradójicamente, la novela bien podría haberse titulado El Parásito, a pesar de no mantener ya ninguna deuda con el relato de Conan Doyle), y del romanticismo; pero también es muy de su época (1903), con las teorías freudianas tan en boga. Es una obra, por tanto, con un hondo peso psicológico, donde la descripción del protagonista no es que tenga importancia en la trama, sino que es la propia trama. Profundamente nihilista y descorazonadora, se adelanta décadas a hallazgos de autores tan aparentemente alejados del género fantástico como Samuel Beckett (quizás se me vaya un poco la neurona, pero hay pasajes que recuerdan poderosamente a El innombrable, pero en clave gótica).
La oportunidad que nos brinda la editorial Umbra de conocer una de las mejores obras de este genial pionero del fantástico no debería caer en saco roto. Espero que la edición (limitada, como todas las suyas) no acabe criando polvo en las estanterías de las librerías.

martes, 25 de marzo de 2008

Timeblades de Scott F. Johnson

Sarah Miles cursa el primer año de ingeniería informática en la Universidad de Standford. Por una cuestión de créditos entra a formar parte de un equipo de investigación que se dedica a arreglar viejos ordenadores cedidos por particulares para luego donarlos a ONGs. Pero un buen día (que bonita expresión), al reparar un prehistórico PC, encuentra en su disco duro una carpeta llamada Timeblades, que su curiosidad le impele a abrir. La carpeta está repleta de una cantidad ingente de información encriptada, de la que Sarah apenas puede intuir su capital importancia. Sucesos extraños comienzan a suceder en su vida desde el mismo momento en que comienza a descifrar el contenido de la carpeta (incoherencias espaciotemporales, desaparición de partes de su pasado...), que le llevan a iniciar una búsqueda del antiguo dueño del ordenador, dando comienzo así a una aventura que le llevará a penetrar en una realidad virtual donde ella tendrá un papel capital. Como acompañantes de esta Alicia posmoderna, con Sarah llegaremos a cuestionarnos todas nuestras convicciones sobre el tiempo y el espacio, sobre nuestra propia identidad y sobre la realidad misma, en una novela que en sus escasas 120 páginas no deja el mínimo resquicio para el aburrimiento. Alejada de cualquier pretenciosidad y de engorrosos discursos pseudofilosóficos a lo Matrix, Johnson resuelve los vericuetos de la trama a veces con recursos científicos cuya complejidad se le escapa a este modesto cronista, pero que suenan verosímiles y, lo más importante, no hacen mella en el discurrir de la acelerada y modélica trama. Quizás el único pero que se le podría poner es precisamente lo estandarizado de la estructura, un esqueleto demasiado perfecto, demasiado correcto, falto de riesgo.
Scott F. Johnson, ingeniero informático él mismo, ganó con esta obra el cada año más cotizado premio James T. Kirk en su sexta edición, galardón que premia la mejor novela breve de ciencia ficción de autor novel. Supuso un verdadero acontecimiento en el circuito anglosajón hace un par de años, generando tanto entusiasmo entre la parroquia que el bueno de Scott se apresuró a escribir una secuela (Timeloops), mucho más larga y pelín redundante, según la mayoría de los que la han leído. Esto no ha hecho menguar el culto sobre la obra fundacional y el universo creado por Scott, mucho más rico, original y complejo de lo que estas breves líneas puedan dejar entrever; al juego de rol se le podría añadir en breve una versión cinematográfica de presupuesto medio-alto. Ay, miedo me da.

lunes, 24 de marzo de 2008

La Excusa de Warren Johnston


Norteamericano de nacimiento pero autoexiliado a Francia en los años 50, dónde vivió hasta su muerte en 1991, a la venerable edad de 99 años, Warren Johnston hizo de todo para ganarse la vida: tocó el trombón de varas en bandas militares de baile, fue barman, vendedor de aspiradoras durante más de una década... pero sobre todo, fue escritor. Aunque reconoció haber escrito más de 1.000 libros (el número exacto no lo sabía ni él), no busquen más referencias a su nombre que la aquí reseñada, porque toda su producción la escribió bajo múltiples pseudónimos (W.J. Golden, Julius Corrigan, Dexter Plunk, John Lone Johnston, Warren Savage, y un larguísimo etc.). Su obra, en su gran mayoría pequeñas novelas de edición barata (los famosos pulps) abarcó los más variados géneros: western, ciencia ficción, bélico, space opera, fantasía heroica, policíaco, romántico, erótico... destacando siempre (o eso dicen) por una frescura y una imaginación desbordante que lo elevaban ligeramente por encima del estándar de estos productos fabricados en serie (lo que tampoco es decir mucho).

Uno de sus mayores logros profesionales fue formar parte del taller de negros literarios del fabricante de best-sellers Calvin P. Brian, hoy bastante olvidado, pero en su momento conocido por la interminable saga de su celebérrimo Sargent Greenstone con, atención, 138 novelas de las que se vendieron más de 300 millones de ejemplares, que se dice pronto. La saga, comenzada por el propio Brian a principios de los años 40, narraba, en clave patriótica, las aventuras del Sargento Piedraverde y su pelotón de valientes soldados contra los nazis en plena Segunda Guerra Mundial. Terminada la confrontación bélica, como le ocurrió a miles de soldados reales, nuestro sargento también tuvo que reciclarse. Durante unas cuantas novelas permanece en la Europa devastada por la conflagración atando cabos (mayormente, rastreando y matando a nazis huidos). Agotado el tema, el personaje vuelve a Estados Unidos donde comienza el desfile de géneros y temáticas (y de negros), comprendiendo los editores que cualquier producto con el logotipo del Sargent Greenstone en portada es garantía de ventas millonarias. Así que Piedraverde se ve involucrado en conspiraciones comunistas (el nuevo diablo), sirve temporalmente en Corea, recuerda algunas aventuras en clave nostálgica de la Gran Guerra, investiga crímenes al más puro estilo hard boiled y, ya en unos delirantes años sesenta, incluso llega a viajar en el tiempo para intentar salvar a Lincoln del magnicidio. Es en esta década dorada del psicotronismo más desbocado cuando nuestro querido Warren entra a formar parte del amplio plantel de negros. Suyas son, que se sepa, 17 novelas protagonizadas por el Sargento y, una vez más, se dice que de las mejores (o al menos de las más divertidas y dignas, con ese punto de autoparodia tan presente en toda su obra). Argumentos que van desde la falsa muerte del Sargento (en una especie de Sunset Boulevard con retruécano final), viajes espaciales (Greenstone es el primer hombre en pisar la Luna, cuatro años antes que Armstrong), fugas carcelarias, conspiraciones extraterrestres, ataques de hombres prehistóricos, y demás atentados al sentido común (y al aburrimiento) son desarrolladas por el señor Johnston con todo su oficio, imaginación y talento, que no es poco.
En los años setenta, ya fuera de la franquicia Greenstone, se gana las habichuelas sobre todo con novelillas eróticas, cuando no directamente pornográficas, algunas de ellas editadas en España en los ochenta por la subsidiaria guarrilla de Ediciones Navarro, Colección Flor de Piel, unos entrañables tomillos de lomo rosa que todavía se pueden encontrar en alguna librería de viejo. Son aventurillas exóticas salpicadas de encuentros sexuales, narrados con gracia y con metáforas más o menos evidentes, tirando a ingenuas y casi cándidas leídas hoy (apenas un par de erecciones por tomo, si me permiten la franqueza), firmadas sobre todo con el pseudónimo de Warren Savage. Destaca, para un servidor La Glándula Maestra, título antitrempante para una novela erótica también tirando a desasosegante y aguafiestas, cercana a las primeras películas de David Cronenberg, en una mezcla aberrante e increíble (en el sentido literal del término) entre ciencia ficción y erotismo de quirófano. No me puedo imaginar a nadie poniéndose cachondo con algo así.
Y llegamos por fin a 1982, año en que publica La Excusa, único libro que firma con su verdadero nombre. ¿A qué se debe este cambio fundamental? Quizás por primera vez se sienta orgulloso del resultado final, alejado ya de todo género, aunque sin abandonar su característico estilo directo y conciso, casi telegráfico. Quizás porque es, de forma oculta, una obra autobiográfica, en el sentido de que aquí aplica la autoparodia a su propia persona, como fabulador, y no a un género en concreto o a un personaje ajeno. Así, el protagonista de este extraño libro es un dentista al que un buen día llega a su consulta un exterminador de insectos para que le quite todos los dientes (aparentemente sanos) a fin de que se los sustituya por una dentadura postiza. El dentista, reticente en un principio, y el paciente, al que sólo puede quitar un diente por sesión (?), inician una extraña relación en la que el galeno le cuenta una historia durante cada extracción dental, mientras el otro permanece sedado con la boca abierta. Son, al principio, pequeños acontecimientos de su propia vida, que luego va maquillando para hacerlos más interesantes, terminando por alejarse de la realidad y conformando una suerte de doble identidad. Todo se complica cuando el exterminador quiere seguir manteniendo una relación de amistad con el dentista, en realidad con su némesis imaginario, haciendo que los enredos y las complicaciones se sucedan, primero de forma hilarante para luego, poco a poco, ir introduciéndonos en un ambiente enrarecido y claustrofóbico con un final desasosegante, espeluznante, que le da una vuelta de tuerca inesperada a todo lo acontecido, dejándote con una sonrisa congelada en el rostro (como una película hecha a cuatro manos por Polanski y Haneke). Se trata de una obra llena de extraños simbolismos, con una imaginería única y personal, y un tempo narrativo perezoso, como si sus personajes habitasen un universo paralelo desfasado unos segundos en el tiempo con respecto al nuestro, y esto crease más disparidades de las que en un principio pudiésemos imaginar.
Una lástima que Johnston no continuase con esta vertiente tan personal de su obra, quedando este título como un artefacto único en su especie. Una verdadera joya que la editorial Skyline pone a nuestra disposición con extras de lujo (como en los DVD): una completísima introducción del erudito Ramón Carrera (de la que está extraída buena parte de este artículo... gracias, maestro) y un prólogo inédito del propio autor, poco esclarecedor pero interesante. Para atesorar.

sábado, 22 de marzo de 2008

Pequeño Colegio Yale de Anais Lundgren

Anais (de nombre real Lois Shore) nace, con el siglo XX, en Perth, Australia, pero pronto vuelve con su prole a su originaria Brighton, donde pasará el resto de su vida. Aquejada desde pequeña de tuberculosis, pasa gran parte de su infancia internada en sanatorios o recluida en casa, tiempo que dedica a leer de forma incansable. Entre sus textos favoritos cita en sus diarios y correspondencia a autores tan dispares como Tolstoi, Mark Twain, Mellville, Colette o Dickens. Sin apenas estudios académicos, debido a los continuos hiatos en los que está ingresada, se prepara de forma autodidacta para ingresar en el equivalente al actual magisterio. Acabada la carrera con un expediente notable, entra como maestra auxiliar en un pequeño colegio femenino de la propia Brighton, el Saint Apollonia, de donde tomará la inspiración para su única obra larga de ficción, Pequeño Colegio Yale. El empuje para escribir, sin embargo, lo toma de su coetánea Virginia Wolf: aunque ya había leído su obra anterior, será su Mrs. Dalloway, que la sobrecoge, la que le dará el último empujón para intentar plasmar por escrito todas las ideas que le llenaban la cabeza desde su infancia. Escribe sin descanso durante seis meses un total de 17 relatos, de los que escoge los que considera los tres mejores (Endlees, Mr. Hutton and his Honor y Too Many Boxes) y se los envía a la propia Virginia Wolf. Ésta le responde personalmente con una misiva amable pero no especialmente alagadora: le recomienda que siga trabajando incansablemente, pues se aprecia talento, pero le falta encontrar su propio estilo. Efectivamente, leídos hoy esos primerizos relatos, la huella de la Wolf está presente de forma más que evidente. Quizás fue un error en la elección, pues entre los relatos descartados ya hay pequeñas joyas donde se puede apreciar el estilo propio de Lundgren (pienso en maravillas como Night in the Livingroom, una obra maestra de apenas ocho páginas que puede mirarse de tú a tú con cualquier gran relato de la época).
Cuando la salud se lo permite, Lois sigue escribiendo en cualquier momento libre que su trabajo le brinda, sobre todo por las noches. Comienza a tomar notas para una obra larga, quizás una novela, que empieza a larvar en su cerebro: la historia de un colegio femenino, de sus alumnas y sus aventuras. Para ello se sirve de todo lo que vive día a día en su trabajo, pero sobre todo de lo que sus dos hermanas le contaban al volver de clase a una Lois recluida en cama. Esas vivencias contadas, y por tanto mitificadas, son la base sobre la que Lundgren construye su discurso, dando como resultado una obra plena de fantasía, humor, encanto, frescura y, sobre todo, de unas contagiosas ganas de vivir. Es una novela reconfortante, pero en ningún momento complaciente ni escapista: hay momentos duros, como durísima fue la vida de su autora. El hilo conductor es endeble, apenas una excusa: la desaparición de uno de los mapas del cajón de la profesora. Esto permite a la autora inmiscuirse, con un estilo en tercera persona caprichoso y entrometido, en las vidas de las alumnas, en sus idas y venidas, en sus amores y decepciones. Lo de menos es quien ha cogido el mapa, aunque la resolución no deja de tener su gracia. Su estilo ha llegado ya a su madurez plena, y el protagonismo múltiple parece capturado por su prosa de forma natural, nada acartonada, con una viveza impresionista que te transporta en medio de la acción.
En vida sólo llegó a publicar dos relatos en una revista local (The Brighton’s Sons), con el pseudónimo de Anais Lundgren (el nombre con el que se autodenominaba desde niña, en una doble identidad libre de su enfermedad incapacitante, más el apellido de soltera de su madre), como póstumamente será conocida. Muere en 1939, por insuficiencia respiratoria. Será su hermana Margareth la que se hará cargo de su legado, que descubre asombrada, pues no conocía su faceta de escritora. Tras la Segunda Guerra Mundial su obra (una recopilación de relatos, su correspondencia, una pequeña novela no terminada titulada The Riverside’s Oak, más la que nos ocupa) se publica de forma periódica en lengua inglesa, nunca alcanzando el reconocimiento que muchos consideramos que se merece. Por primera vez podemos disponer de una edición en castellano de su obra maestra, de la mano de Canto Dorado Ediciones, en un más que digno intento de acercarnos la obra de una escritora enorme y enormemente ignorada.

jueves, 20 de marzo de 2008

DF1 a DF4 de Dagmar Fogelström

El sueco Dagmar Fogelström, de formación musical clásica, entró en el Conservatorio de Estudios Musicales Avanzados de Viena en 1961, siendo alumno del gran Arno Giering, pieza clave de la vanguardia musical europea de entreguerras. Allí se empapó de las tendencias del maestro, que partía de una deconstrucción del serialismo de Stravinsky hasta alcanzar un particular minimalismo, próximo a lo que Stockhausen hacía en la época, pero viniendo de direcciones opuestas. Fogelström trajo de vuelta a su regreso a Suecia todas estas influencias, encontrándose con una escena musical, la de mediados de los 60, de gran efervescencia en Estocolmo, mucho más avanzada y arriesgada que las de los centros anglosajones: mientras en estos aún se andaba a vueltas con la dichosa psicodelia, era en los países nórdicos, y en ciudades alemanas como Dusseldorf, donde se estaba haciendo algo verdaderamente nuevo y excitante (no entramos en cuestiones de calidad, que la había, y en abundancia, por todas partes; eran otros tiempos). Fogelström, un culo inquieto y nada acomodaticio, forma parte en estos años cruciales (1966-1970) de multitud de combos de los más variados estilos, pero siempre con dos constantes: el riesgo creativo y la ausencia de un estimulante artificial (o sea, un drogas no, próximo al ideario de Zappa). Aprovechando una política social generosa en becas para los creadores, toda una generación pudo experimentar y tratar de llevar un paso más allá su particular expresión artística sin tener que preocuparse de crear un producto asimilable y vendible a una mínima cantidad de individuos para poder subsistir. Esto trajo consigo, también, su lado negativo: mucha música autoindulgente, vacua, estéril y aburrida. Algunos de los grupos de los que Fogelström formó parte llegaron a realizar grabaciones que, rebuscando con paciencia, todavía hoy se pueden encontrar reeditados por pequeños sellos. Son grupos como Ingrid von Ingrid (donde se atisban ciertas influencias de la primera Velvet Underground), The Small Fisher, o los impresionantes Musik utan ansikte, una especie de Residents pero sin pizca de ironía, un verdadero atentado sónico perpetrado por un conjunto de individuos que parecían sincronizados con algún tipo de ritmo de origen extraterrestre, enfrascados en captar y reproducir modulaciones sónicas venidas del espacio exterior, alcanzando unos grados de belleza sublime. Bach en Plutón, los definió alguien. De esta época es la foto adjunta (Fogelström es el de la tulipa en la cabeza; recalcar la ausencia de drogas en su estilo de vida).
Pero si Fogelström pasará a la historia (oculta, pero historia) de la música, es por su obra en solitario, ya alejada de cualquier definición, influencia clara o estilo. Después de un par de años sabáticos en los que se dedicó a viajar y estudiar todas las músicas que pudo (visitó el norte de África, oriente medio, Mongolia, e incluso vivió una temporada en España), entre los años 1972 y 1975 graba, una detrás de otra, cuatro obras maestras tituladas someramente DF1 a DF4, respectivamente. En ellas plasma de una forma preclara todo lo aprendido en su ya larga formación musical y en sus viajes, en los que comprendió que, dejando a un lado las particularidades de cada etnia, bajo todas las músicas fluye un substrato que las unifica. Esta música universal (no confundir con esperpentos como la world music o la new age, cajón en el que, por error, a veces se incluye su obra) es plasmada directamente desde su cuerpo, sin intermediación de la mente, a la cinta magnética, logrando unos resultados que guardan ciertas concomitancias con la música dadaísta, con el post-minimalismo o con la música concreta, pero sin ser nada de eso. Los discos suenan cada vez más despojados, cada vez más desnudos, buscando una esencialidad que quizás, como Fogelström comprendió, haya que buscar no ya en la música, sino en el silencio. Quizás por eso, tras su cuarto disco, no volvió a grabar nada más. A mi tampoco se me ocurre nada más que pudiese añadir. Las reediciones del sello alemán Zufalls son ejemplares. Existen dos versiones: la de lujo, en dijipack acompañadas de interesantes libretos explicativos del musicólogo Gunnar Sjöberg; o la económica, con dos discos por cd.

miércoles, 19 de marzo de 2008

La confabulación de Richard M. Keith

Keith, habitual colaborador del New Yorker en las tres últimas décadas, y autor de una apasionante biografía de John Wayne (inexplicablemente inédita en nuestra lengua), se lanza ahora a una obra faraónica e ímproba: una autobiografía en diez (sí, 10) volúmenes, del que éste es el primero, aunque pronto le seguirá el segundo, El velatorio, también de la mano de Ediciones La Cometa, unos de nuestros particulares héroes que, desde Aljaraque (Huelva), vienen brindándonos unas deliciosas aunque limitadas ediciones de lo mejor y menos conocido del otro y de este lado del charco (no se pierdan Cesta de luto, de Juan Carlos Bóveda Jaínez; pero esa es otra historia). Como las Crónicas de Bob Dylan, aquí Richard M. Keith nos presenta etapas de su vida fuera de un orden cronológico, saltando de su infancia a la etapa en que publicó sus primeras colaboraciones profesionales, o a una surrealista etapa a mitad de los ochenta (tampoco él se salvó de la cocaína). El discurso narrativo sólo puede intuirse por ahora, pues todavía estamos penetrando en una obra de unas dimensiones, supuestamente, grandiosas. Pero como principio pinta más que bien, y cada uno de los cinco largos capítulos puede leerse de forma independiente, con su principio y final, y su tono distintivo.
Por lo que Keith nos cuenta de su infancia, esta fue cualquier cosa menos aburrida. Hijo del físico Norman Keith y de la novelista de origen israelí Sarah Liman, en clave jocosa nos cuenta sus aventuras como si de un Huckelberry Finn de clase media-alta de Nueva Inglaterra se tratase. Historia iniciática fuera de la norma, cuento navideño en pleno agosto, seduce por su ternura pero nunca empalaga.
Otro capitulo destacado es en el que desgrana su particular apología de Robert Adler, inventor del mando a distancia. Keith inició, a mediados de los 80, una campaña mediática para que se considerase al ingeniero como candidato al Premio Nobel de Física. Las apenas 40 páginas en donde nos cuenta toda la aventura son, simplemente, descacharrantes.

No queremos destacar más capítulos, pues la calidad media es muy homogénea (por lo alta) y tampoco queremos destripar más sorpresas de la cuenta (que las hay, palabra; un tipo que solía jugar al billar con Bertrand Russell es cualquier cosa menos corriente). Esperamos impacientes la publicación del segundo volumen, y del tercero, y del...

Fractal Light de Jack Spencer

Una serie de contingencias le ocurren a Ryan Octagon en apenas un par de semanas, cambiando su vida de forma radical: choca con su coche contra un alcornoque centenario y es denunciado por las autoridades locales; la superviviente de un naufragio a la que Ryan no ha visto jamás le agradece el haberle salvado la vida por televisión; un meteorito cruza el cielo nocturno de la ciudad con su estela luminosa y sólo él parece haberlo visto; decide cambiar de peluquero y el nuevo resulta ser su antiguo proctólogo, que ha tenido que cambiar de empleo debido a una demanda por mala praxis; alguien le roba todas las ventanas de su casa, dejando intacto todo lo demás... Capítulo a capítulo vamos comprendiendo que estos acontecimientos, sin aparente relación, en realidad confluyen como rayos luminosos a través de un prisma en un único punto climático, sorprendente y poderoso. Jack Spencer pierde la virginidad en lengua castellana gracias a los camicaces de Skyline, que lejos de ser unos ingenuos, saben lo que hacen y lo hacen como pocos. El señor Spencer, veterano forjador de fábulas con apariencia de ciencia ficción seria, pretenciosas, densas y cargadas de simbolismo de baratillo (un Darren Aronofsky podría perfectamente adaptarlas a la gran pantalla sin despeinarse), con protagonistas siempre mesiánicos con su correspondiente y previsible redención final. O sea, lo que en el Diccionario de la Real Academia acompañaría al concepto de tostón. Me acerqué a este volumen, pues, reticente, pero con cierta curiosidad por los amigos que lo editan, que no suelen dar puntada sin hilo, y por un par de críticas favorables de plumas que tengo en buena estima. Y que gran acierto. Como si el señor Spencer hubiese atravesado un espejo carrolliano, de pronto ha mutado para convertirse en su perfecto opuesto: donde antes había grandilocuencia vacía, ahora hay un jocoso sentido de la aventura; donde antes había ridículo mesianismo ahora hay un protagonista real, humano e imperfecto (Spencer habla de su obra más autobiográfica, y se nota); donde antes había previsibilidad ahora hay sorpresas continuas; donde antes había un estilo farragoso e impostado (mucho Ballard y Joyce mal digerido) ahora hay una escritura directa e invisible; donde antes había hilos argumentales deslavazados y finales forzados ahora hay un complejo juego formal de una perfección abrumadora, que en absoluto necesita ser asimilado para su disfrute pero que añade capas y texturas al paisaje final, de una transparencia y belleza cristalina. Una pequeña obra maestra que esperamos sea el principio de una nueva etapa en la carrera de Spencer, y no un hallazgo aislado. Y un diez para Skyline por su visión y riesgo: esto no les va a hacer ricos, pero por lo que a mi respecta se están ganando el cielo libro a libro.


lunes, 17 de marzo de 2008

El sonido de la jodienda de Paul Standell

Su obra más conocida es la crónica de la mastodóntica gira americana de los Grand Funk Railroad del 74, ya publicado como coqueto librillo en la época (en U.S.A., se entiende), y que abre y da título a esta potente recopilación. Pero a parte del periodismo rock, mundo que nunca se tomó del todo en serio (como ninguna otra cosa, todo sea dicho), Paul Standell dedicó la mayor parte de su tiempo y talento a destripar de forma lúcida las miserias del sueño americano en breves textos, la mayoría de ellos aparecidos en las publicaciones más izquierdosas e iconoclastas de los sesenta y setenta, y ahora recopilados de forma póstuma en este voluminoso y denso tomo de letra abigarrada. Referente capital de autores tan dispares como Don Delillo o David Foster Wallace, Standell pagó, como la mayoría de los pioneros, la deuda de los que vendrían después.
Encontramos en este tocho, además de las salvajadas de los Grand Funk narradas en una segunda persona de lo más desmitificadora, las vicisitudes del pobre Standell con una lámpara de 30 kilos y sin coche en las afueras de Los Angeles, la crónica de una inundación en Crestview, Florida, a un club de obesos insultando a nutricionistas en Palisades, al autor tres semanas encerrado en una habitación de hotel esperando a Dennis Hopper, jugando al golf en un campo improvisado en Saigon, rastreando osos en Alaska, haciendo contrabando de puros abanos, bromeando con el psichokiller Jefrey Dumm, y mil y una locuras más. Siempre riguroso, siempre impredecible, siempre lúcido, lejos de los desbarres drogotas de Hunter S. Thompson, al que se le comparó en más de una ocasión (creo yo que más por el look que por otra cosa), Standell sólo tenía un vicio peligroso: el tabaco, que se lo llevó al otro barrio de un enfisema en 1983. En sus últimos textos, también aquí presentes, airea las interioridades del Partido Republicano llegando a conclusiones que vistas con el tiempo asustan por lo premonitorias. La edición de la argentina Jiménez Partido Ed. resulta impecable (si uno ignora los modismos inherentes a aquellas latitudes). Sale carillo de precio, tampoco nos engañemos, pero vale su (mucho) peso en oro.

The Killer Girls de Armand Thesort

Extraño artefacto el que nos ocupa, que merece ponernos en antecedentes. El belga Armand Thesort (con abuelos paternos de Girona, por cierto), único integrante de este no-grupo, multi-instrumentista dotado y enfant terrible del free jazz más free del antiguo continente (formó parte del quinteto del saxo tenor Dexter Saunders en su lustro mágico de 1987-91, donde grabaron ocho salvajes discos de estudio y el indispensable directo Live Nightmares over Copenhage), entra en contacto con el listillo cineasta británico Thomas Vine, que le encarga el acompañamiento musical para una videoinstalación destinada a una retrospectiva de nuevo audiovisual británico en la Tate Modern nada menos. Satisfechos ambos por el resultado, deciden colaborar en el próximo proyecto que Vine tiene en mente: The Killer Girls go Crazy, una sexplotaxion musical a medio camino entre Russ Meyer y Vicente Minelli (?), según palabras de los propios promotores del artefacto.
Del argumento poco se sabe, a parte de estar protagonizada por una pandilla de muchachas desatadas que se lanzan frenéticamente al asesinato de machos, vía ahorcamiento, para recoger sus últimas eyaculaciones por algún extraño motivo. Todo esto en clave musical, no lo olvidemos. En realidad no sabemos cuanto se llegó a avanzar en el proyecto, ni cuan en serio se lo tomó el señor Vine; pero sí sabemos que Thesort terminó la banda sonora, en la que él toca todos los instrumentos (salvo las percusiones de Joseph Vargas y las voces femeninas, una especie de Ronettes en crack). Extraña el contenido, muy alejado de su obra anterior y posterior, próxima al glam de Rocky Horror Picture Show pero en clave lo-fi. En cierto modo esto suena a maqueta preliminar, pulida para su publicación, pero lejos, creemos, de las intenciones finales del perfeccionista Thesort, que en alguna entrevista admitía buscar un sonido como si Phil Spector hiciese la banda sonora de Garganta Profunda. A pesar de las deficiencias sonoras, la música que contiene es jovial y contagiosa, más duradera en el córtex cerebral de lo que una primera escucha podría presagiar. Recuerda a los viejos y buenos tiempos sin resultar clónica, y supone una rareza y una agradable sorpresa tanto hoy como si lo hubiesen publicado cuando se grabó, en 1994.

domingo, 16 de marzo de 2008

Steam War de Kirk Thomas

Primera parte de dos de esta apasionante distopía que nos brinda el británico Kirk Thomas, ambientado en un siglo XIX paralelo donde se está librando una guerra mundial por hacerse con las vitales reservas de carbón. La historia comienza a una escala planetaria, en medio de confabulaciones políticas y espionaje de alto nivel, para pronto centrarse en las vicisitudes de John y Winston Hamilton, padre e hijo, famosos constructores de humanoides mecánicos. La mismísima reina Victoria les encarga la misión, no de construir uno de sus prodigiosos mecanismos a vapor, sino la de proteger y educar a uno, denominado el Duque Mecánico, pieza clave para el futuro del imperio británico, y una muestra de tal perfección técnica que ni hijo ni progenitor se pueden explicar su funcionamiento ni su procedencia.
Los tres se ven recluidos en una apartada granja del norte de la Bretaña, a donde sólo llegan los ecos de una guerra que está alcanzando su punto culminante (Londres es prácticamente borrado del mapa). Padre e hijo, mientras tanto, dedican su tiempo a educar al humanoide, primero siguiendo órdenes estrictas dictadas por el gobierno, luego, a medida que aquel comienza a dar muestras de una personalidad propia y una independencia de pensamiento, de forma más laxa. La capacidad de asimilación del Duque no parece tener límite: aprende a tocar el violín en cuestión de minutos, absorbe toda la enciclopedia británica en una tarde... Padre e hijo tratan de desentrañar su complejo y hermético mecanismo, que parece autoalimentarse como una máquina de movimiento perpetuo. Esta primera parte resuelve estas y muchas otras dudas cuyo planteamiento se escapa de este somero análisis, y nos deja intuir el papel fundamental que el Duque jugará en el entramado posterior, dejándonos con un gran sabor de boca y con ganas de más.
El estilo del joven Thomas (que aún no ha cumplido la treintena y ya lleva cuatro apreciables novelas publicadas) bascula, como la trama, entre la descripción fría y analítica de la ciencia ficción más hard, y un extraño bucolismo próximo a La hierba roja de Boris Vian (no es casual que al perro salvaje al que acogen le llamen Lil Wolf, nombre de dos de los protagonistas de esta obra del genio francés), pero sin la carga surrealista de éste. Nada que objetar, por último, a la edición de Umbra: buena traducción y un precio ajustado. A falta de leer la conclusión, recomendable sin paliativos.

sábado, 15 de marzo de 2008

Skyline de Frederick Carlson

A Eli Connor le ha tocado la parte más sencilla del plan: la tumba ya está cavada en mitad del descampado; sólo tiene que sacar el cuerpo del maletero, arrojarlo en el hoyo y cubrirlo de tierra. Pero uno de los párpados del cadáver comienza a palpitar, revelando que quizás el muerto no esté tan muerto como suponía. Desde una cafetería cercana Eli telefonea a su cómplice, que insiste en que remate al cadáver a golpe de pala. Pero Eli no es una asesina, así que se pide un par de whiskeys para envalentonarse y vuelve al bosque donde descubre que el “no cadáver” ha desaparecido, desmantelando así el complejo plan de malversación y suplantación de identidad que ella y su misterioso cómplice han tramado.
Un flashback nos sitúa tres meses atrás. Seguimos los pasos de Eli mientras busca empleo desesperadamente. Parece tener suerte en la entrevista con un apuesto empresario que coquetea descaradamente con ella: le espeta que la única razón por la que la contrata como ayudante personal es porque su color favorito es el verde dólar, y ella lleva puesto un ligero vestido azul y amarillo. Los juegos temporales continúan como en un partido de ping-pong entre estos dos momentos, principio y fin de una historia de la que es imposible substraerse. Su lectura nos empuja, sin respiro, por los vericuetos de una trama sólo aparentemente laberíntica, en realidad directa como un tiro a bocajarro.
Carlson inaugura con esta novela una segunda tanda de las aventuras de su ilustre inspector, ahora ambientadas en los años ochenta, con un Haunt maduro que deja parte del peso argumental en manos de la nueva generación (los agentes Dickinson y Lamar, que hacen presagiar grandes momentos en próximas entregas). Por primera vez el carismático inspector Haunt aparece a mitad de la trama, cuando todo parece estar ya a medio resolver. Lo que no ha cambiado es su neurosis, su adicción a la cafeína y su capacidad innata para tocar las narices por igual a culpables e inocentes.
El autor, quizás contagiado de la madurez de su protagonista, huye por primera vez en su ya dilatada carrera de los tópicos noir y hard boiled que salpicaban su obra anterior (con más espíritu crítico que revisionista, todo hay que decirlo). Aquí se muestra sosegado y deja que la trama fluya de forma natural por los recovecos más inesperados, mostrando ángulos inéditos en este tipo de género. Huye de la alargada sombra de Chandler y Himes, sus principales referentes, para acercarse a una Patricia Highsmith menos misántropa.
La edición de la pequeña editorial de Solsona (Barcelona) es, como siempre, impecable y cuidada hasta el último detalle (la sobrecubierta, la tipografía, el gramaje del papel, la interesante introducción de Pau López), lo que hace menos doloroso soltar la viruta. Resaltar la traducción de Marta Vinuesca, ajustada como una media a la prosa cortante de Carlson.

Raíz Cuadrada de Nick D. Place (Nigel Burbank)

Eduard Monttly se está quedando calvo; ha intentado evadir la cuestión hasta que se ha vuelto evidente e ¿irreversible? A sus treinta y seis años, descartados los transplantes o los apliques capilares que lo harían parecer un actor de Hollywood venido a menos, comprueba que ningún ungüento, complemento hormonal ni complejo vitamínico puede frenar su imparable carrera hacia la alopecia total. Atraído por el anuncio de un periódico entra en contacto con un grupo de alopécicos resignados que se reúnen semanalmente para, en apariencia, lamerse mutuamente las heridas. Pero pronto Eduard sospecha que hay algo oscuro detrás de tan benignas intenciones, y de paso descubre que quizás sus padres no sean sus padres, que la alopecia no se salta realmente una generación, que su ex-mujer necesita sexo con él una vez al mes y que existe una relación matemática directa entre el número de cabellos que pierde al día y la velocidad a la que se expande el universo.

Obra del escritor californiano Nigel Burbank (conocido por sus colaboraciones en la primera etapa de la Rolling Stone), aunque escrito bajo el pseudónimo de Nick D. Place, esta trilogía, de la que Raíz cuadrada es el cuarto (?) volumen de una saga supuestamente autobiográfica (aunque no sabemos de cual de sus dos identidades, ni bajo el influjo de que drogas las redactó, ni por qué diablos el protagonista se llama Eduard Monttly), que narra en clave de humor (por si no había quedado claro) sus vicisitudes vitales entre 1971 y 1976. Narrado en breves capítulos, de nunca más de tres páginas, supone una lectura absorbente, incisiva y, aunque por lo anteriormente dicho pueda parecer lo contrario, comedida en lo formal.
De forma inexplicable, la siempre rigurosa editorial argentina Parnaso ha comenzado la edición de esta saga por el cuarto volumen (aunque segundo en orden cronológico). Sea como sea, y en el orden que sea, vale la pena hacerse con este breve pero enjundioso volumen. Teniendo en cuenta que mister Burbank/Place/Monttly sigue vivito, coleando y tremendamente lúcido a sus 83 años, esperamos y deseamos que siga extendiendo su trilogía vital al menos otros gozosos cuatro volúmenes más. Amén.


jueves, 13 de marzo de 2008

Cyclop, un homenaje a Frederik “One Eyed” Penn

Nacido circunstancialmente en Filipinas, donde su padre, marine, estaba destinado. Pronto la familia retorna a Estados Unidos, donde se instalan en una base cercana a Portland (Oregon). La primera vocación del joven Frederik es la de la carrera militar, pero pronto se ve obligado a abandonarla al perder un ojo durante unas maniobras de entrenamiento. Se decanta entonces por la música, en la que ya había hecho sus pinitos como bajista en el grupo The Hot Nites, integrado por compañeros del ejército.
Instalado en Seattle, entra como mozo para todo en la productora discográfica Parrot, donde pronto se convierte en mano derecha del productor Bob Thiele, y hace sus primeras producciones, no acreditadas, en la primera mitad de la década de los 60’s. Pionero en el uso del sonido estereofónico en la música pop, pronto su toque comienza a ser reconocido y apreciado, hasta llegar al punto de crear su propio subsello dentro de la citada Parrot, para luego independizarse del todo en 1966. En su propia compañía, “One Eyed”, compuso canciones (sin acreditar) y produjo a bandas destacadas del underground del noroeste, como Happy Birthday o Feeling my Age, aunque su producción más representativa quizás sea la del grupo texano de querencias psycho-garageras Smart Seafood, en su homónima ópera prima nunca superada, donde logró sacar del quinteto de Houston un sonido robusto y chirriante, pero lleno de matices que se aprecian sobre todo en una escucha con auriculares.
Aprovechando todas las posibilidades que le brindaba el estéreo, compuso y grabó numerosas bandas sonoras, consideradas hoy pioneras de cierto ambient ruidista de base jazz, pero siempre lejos de la pretenciosidad vacua de otros artistas más reconocidos. Trabajó sobre todo con el cineasta canadiense Irving Toussont, en títulos como Banana Nightmare (1967), Painless (1969) o en la arty-blandiporno Five and Seven and Eight (1976), donde siempre se mostró muy por encima de las obras fílmicas a las que servía de acompañamiento.
Un derrame cerebral lo deja tretapléjico en 1981, y pocos meses después aparece muerto en su hogar en circunstancias nunca del todo esclarecidas. La gente que lo conoció destacan sobre todo su incansable capacidad de trabajo, su gran sentido del humor, su modestia y su afán por ir siempre un paso más allá de lo que ya se había hecho.
En 2006, conmemorando el vigésimo quinto aniversario de su fallecimiento, se publica un doble recopilatorio en su honor, principal motivo de este artículo, titulado “Cyclop” (Restless Records), donde lo más granado del underground internacional (sobre todo norteamericano y nipón), versionea 24 de sus composiciones. Destacan, para un servidor, las relecturas ofrecidas por Taylor Deupree, Ryoji Ikeda, Desmond Trump y, sobre todo, un desatado e inspirado Kawabata Makoto, corazón y cerebro de los imprescindibles Acid Mother Temple.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Molecula de Ivan Stransky

Uno sale de la lectura de este libro como de una siesta demasiado larga: ligeramente desorientado y más cansado que antes. ¿Por qué recomendar, pues, su lectura? Pues por la misma razón por la que decidimos tomar una siesta: por una mezcla de necesidad física y costumbre arraigada. Y es que la prosa de Ivan Stransky es ciertamente peculiar e imperfecta pero, quizás por ello, extrañamente adictiva. Sólo se apoya en la ciencia ficción como excusa formal, nunca temática: sus historias suelen comenzar como aparatosas y exhaustivas distopías, a veces de farragosa lectura debido precisamente a lo puntilloso, casi obsesivo de su mirada. En sus mejores obras (entre las que antes que la que nos ocupa citaría, sobre todo, Episodios repetidos, su indiscutible obra maestra, aunque me temo que descatalogada en estos momentos), Stransky pronto abandona sus universos paralelos para que la obra mute en una suerte de viaje iniciatico que, paradojas de la vida, nos conduce, al protagonista y al lector, a una realidad más próxima a la nuestra de lo que creíamos y deseábamos, en un viaje de ida y vuelta que hiere casi físicamente.
Si el paciente lector logra superar las 80 primeras y arduas páginas de este volumen, experimentará de primera mano el viaje (literal) del protagonista Dan T., cuyo cuerpo es empequeñecido hasta el tamaño de una molécula (no es la idea más original del mundo, por eso el autor dedica 80 páginas a tratar de convencernos de lo contrario) para ser introducido en el interior de su propio cuerpo físico. Si dicho así, en pocas palabras, suena confuso, les aseguro que en forma de novela no lo es menos. Pero señores, a partir de la página 80 el gozo es continuo y las sorpresas abundantes, y viceversa. Lo que el bueno de Dan T. encuentra dentro de su propio cuerpo sorprenderá al más imaginativo y avezado de los lectores, palabra de boy scout.

Holes in the Water de Carmine Plumber


De origen pakistaní (su apellido real era Plakhamla) pero nacido y criado en la pequeña ciudad de Claremont (California), fue un joven introvertido y más interesado en la carrera espacial en ciernes que en la música. Todo esto cambia cuando a finales de los cincuenta entra en contacto en Berkley (en cuya universidad ingresa) con el círculo de La Monte Young, del que pasa a ser tímido discípulo durante un par de años. Aparentemente ganado para la causa, se traslada a New York en 1963, interesado por el folk de corte minimalista y las influencias de la vanguardia europea que por entonces afloraban en ciertos ambientes in de la ciudad.
En 1965 inventa el “econister”, una suerte de mezcla entre instrumento percusivo y prehistórico sintetizador que le permitía modular sonidos mediante un complejo sistema de válvulas y pedales.
En 1966 publica Holes in the Water, su único disco en solitario, sirviéndose tan sólo del econister y su voz para la grabación. El sonido resultante, demasiado crudo y seco para la psicodelia amable y exuberante que imperaba en la época, y quizás demasiado pop para la vanguardia más radical, hace que el disco pase absolutamente desapercibido y pronto sea descatalogado, convirtiéndose con el tiempo en una preciadísima pieza de coleccionismo.
Poco después conoce al organista de formación clásica y origen croata Hal Encre, y juntos graban un álbum en apenas 11 horas de febril y fértil improvisación, Pollinesy (1967), cuya repercusión en ventas en tan escasa como su anterior aventura en solitario. Decepcionado con una industria que no es capaz de asimilar su personal propuesta, abandona su carrera musical para dedicarse a la ingeniería electrónica, su primera y académica vocación. Muere en 1983 debido a complicaciones cardíacas que arrastró toda su vida.
A pesar de su escasa producción discográfica (apenas 14 composiciones), su influencia es recogida y reconocida por bandas tan dispares como Silver Apples, Neu, Glass Radio o los más recientes Wilco y Oneida.
La discográfica afincada en New Jersey Olive Musik , especializada en oscuras reediciones sesenteras, acaba de darnos una de las alegrías del año al poner a nuestra disposición una exquisita edición en vinilo y cd del Holes in the Water . Por una vez, destacar la opción digital, que incluye versiones alternativas de dos de los cortes, y un completísimo libreto explicativo del experto David Burbank, así como la única foto promocional de la época (aquí adjunta), que entendemos que no ayudó precisamente a que vendiera más discos. Un señor descubrimiento.

La piedra carmesí de Zósimo Canoso


Zósimo Canoso tiene, por lo menos, dos cualidades envidiables: la primera, escribir como una puto genio; y la segunda, y no menos importante, una capacidad para reírse de todo y de todos realmente desarrollada. Empezando por él mismo.
Si el tópico de no juzgar un libro por su portada se creó para un ejemplo concreto bien podría ser éste. Tras este título y este diseño lo último que el lector desprevenido se podría esperar es lo que en realidad se encuentra: un viaje alucinante y alucinado a medio camino entre el Philip K. Dick más ido y el Terry Pratchett más desaforado. El lector avezado sí podría olerse algo, ya que la editorial Skyline basa el grueso de su producción en la ciencia ficción y la fantasía (muy sui generis, eso sí).
La historia, protagonizada por un escritor de tres al cuarto llamado Zósimo Canoso (efectivamente, los juegos metalingüísticos forman parte del entramado), nos sitúa en un universo paralelo (o algo parecido) que se desarrolla eternamente en el año 1993. Al pobre protagonista se le diagnostica una extraña e inédita enfermedad degenerativa, que denominan, como no podía ser de otra forma, “Enfermedad de Zósimo Canoso”. En realidad, lo único que le ocurre es que está envejeciendo, es decir, que el tiempo está actuando en su cuerpo mientras el resto del mundo sigue anclado en la resaca post-olímpica de 1993. A partir de ese momento, el grueso del libro se ocupa de narrar el viaje a través de esa extraña cuarta dimensión (el tiempo) que emprende el protagonista, y que no deja de depararle sorpresas tanto a él como al lector, hasta llegar a un final hilarante con el que se me estuvieron saltando las lágrimas tres días con sus tres noches. Ah, lo de la piedra carmesí se explica en la página 89.

The Dead King de Douglas Meyer

Una conmoción sacude la pequeña población de Perryville (Missouri) la mañana del 6 de diciembre de 1904. En cuestión de un par de días todos los medios de comunicación del país se personan en el pequeño condado atraídos por una macabra noticia. Elizabeth, la pequeña de cuatro hijas de la familia Cares, mortificada por los remordimientos, declara ante la policía ser la autora del asesinato de su padre, el pastor evangelista Jonah M. Cares. Al principio las autoridades no quisieron dar crédito a sus palabras, pues el reverendo Cares, aunque llevaba tiempo sin ser visto por la ciudad, solía ausentarse con regularidad por cuestiones relativas a su ministerio. Pero tras encontrar en la vivienda de los Cares restos de huesos humanos se comienza una investigación policial en toda regla, mientras la joven Elizabeth se suicida ahorcándose en su celda. En el juicio sale a relucir toda la verdad: lo que en principio podía parecer un simple (es un decir) caso de parricidio, resulta ser la punta del iceberg de lo que sucedió en aquella casa. Anna, la madre, mantenía una compleja relación con sus cuatro hijas, con las que acabó por formar una suerte de comunidad matriarcal completamente hermética a influencias externas. Entre todas mataron al reverendo Cares y, lo más macabro, se lo comieron en los meses sucesivos. No estoy destripando el libro, ya que todo esto se narra en el primer capítulo; el resto, lo realmente interesante y espeluznante, es cómo pudieron llegar a esa situación extrema las mujeres Cares. Resulta terrorífico comprender que, dentro de su lógica desviada, quizás tenían razón al hacer lo que hicieron.

Douglas Meyer, autor del libro, dio con la noticia por casualidad en la hemeroteca del Baltimore Chronicle, donde trabajaba como documentalista. Intrigado por el caso decide investigar y pronto comprende que de ahí puede salir un libro apasionante. Durante seis largos años se dedica a recopilar toda la información sobre el caso reflejada en la prensa de la época y, lo que es más interesante, en las declaraciones policiales de las cuatro supervivientes y en las actas del juicio. Los pequeños huecos los rellena hábilmente con una dramatización efectiva, de estilo seco y conciso, con un resultado más próximo a La canción del verdugo de Norman Mailer que a A sangre fría de Truman Capote. Sin tomar partido por ninguna de las partes, Meyer se limita a narrar los hechos tal como ocurrieron, y deja que el lector juzgue los actos de las protagonistas, como hizo el juez en la época, que las condenó a la pena capital (las únicas mujeres ajusticiadas en el estado de Missouri en el siglo XX). El libro fue merecedor del premio Banquet de Investigación Periodística en su edición del 2002, y es una verdadera pena que hasta ahora nadie se haya dignado a editarlo en castellano. La edición original resulta muy atractiva, ya que viene acompañada de fotografías de la familia (escalofriantes sabiendo lo que ocurrió después), y copias de las actas del juicio y titulares de la prensa. Si tu inglés es simplemente correctito, no lo dudes y hazte con él.

martes, 11 de marzo de 2008

Murders de John Moore


La editorial granadina Gato Negro, especializada en el género negro (valga la redundancia), llega ya a sus cinco años de existencia casi subterránea, y para conmemorarlo sacan a la calle la quinta edición (todo un logro) de su particular bestseller, Murders, de John Moore. La prosa hipnótica y obsesiva del californiano (una especie de Thomas Bernhard del noir, salvando las distancias) nos sumerge desde el principio en un ambiente enrarecido del que ya no podemos despegarnos hasta mucho después de acabar su lectura. Sin desvelar nada relevante de la historia (la mayor gracia del libro radica en los sorprendentes giros argumentales) podemos decir que todo comienza cuando unos viejos compañeros de facultad se reencuentran en su habitual quedada anual en la casa que uno de ellos tiene en un pequeño pueblo costero de Vermont, prácticamente vacío en invierno. Por supuesto, los crímenes comienzan a aflorar pronto, entre los compañeros y entre los particulares habitantes del pueblo, y uno ya sólo puede dejarse llevar hasta el sorprendente final. Por una vez, NADA es lo que parece, pero sin que el autor se saque ningún truco barato de la manga. La estructura es ambiciosa, aunque no especialmente novedosa: cada capítulo es narrado por uno de los protagonistas (incluido el asesino), conformando un puzzle del que poco a poco vamos obteniendo la imagen general.
La distribución a nivel estatal, lamentablemente, no es demasiado buena, pero siempre podéis pedirlo directamente a la editorial. Si os quedan ganas de más John Moore, los mismos felinos han traducido y editado un par más de sus locuras: Versus y El multiplicador, ambas también muy recomendables.