martes, 31 de marzo de 2009

Slow Motion Crash: Life and Death of Rotten Banana, de Kenneth Arrow

No sé ustedes, pero a un servidor, de vez en cuando, le gusta que lo desconcierten, que lo sorprendan con obras (de cualquier campo) inaprensibles, únicas. Volver de vez en cuando a los códigos genéricos, a las obras de estructura clásica y asumible, es como volver a casa por vacaciones para comprobar que todo sigue igual, que tus padres tienen las mismas manías y el edificio tiene las mismas humedades. Pero de vez en cuando, insisto, un paseo por una ciudad desconocida resulta estimulante y purgante.
Y el artefacto que hoy nos ocupa es un perfecto ejemplo de visita relámpago sin mapa. Con una estructura que se intuye irrepetible y fractal como un copo de nieve, el texto va cristalizando a partir de breves conversaciones, breves recuerdos del autor/protagonista, Kenny A, y su trouppe. Miembro fundador de los Rotten Banana (aporreaba bidones y latas de gasolina al fondo del escenario), seminal banda punk del East L.A., compañeros de batallas de los Germs, Zeros, Bags, Red Cross y toda esa caterva de adolescentes que se juntaron de cinco en cinco para hacer ruido más o menos modulado, más o menos armónico. Y los Bananas fueron los menos modulados, los más atómicos: herederos del ruidismo pangermánico y de francotiradores solitarios que hacían la guerra por su cuenta (Swell Maps, los Captain Beefheart del Trout Mask Replica, el minimalismo de Terry Riley); unos referentes que huían de las estructuras manidas (¿les suena?) y los sonidos complacientes, y que les permitía a los Bananas disimular, por qué no decirlo, su absoluta falta de pericia instrumental. Destacaba sobre este caos la poderosa voz de Milton Herrera, una especie de Steve Marriott punk y chicano que somatizó el zeitgeist del East L.A. (extrapolable a cualquier barriada multicultural de cualquier metrópoli) en consignas herméticas gritadas con voz desgarrada, y que sirve de hilo conductor a Kenneth Arrow en su viaje de vuelta al pasado.
Todo esto lo decimos de oídas, o mejor dicho, de leídas, pues los Bananas no llegaron a grabar ninguno de sus exabruptos. En una época y unas circunstancias donde la urgencia marcaban la pauta, Rotten Banana fueron los más radicales: ni un mísero single, ni una sola cancioncilla compartida en algún split, ninguna participación en recopilatorio alguno. Seis meses de vida (entre febrero y julio de 1980), un puñado de conciertos mal contados y a otra cosa. Sólo permanece la conmoción que provocaron entre los que los vieron y oyeron, y ahora, este pequeño libro, testimonio de que aquello existió.
¿A quién puede interesar? A los fans de los Rotten Banana, si tal cosa existe, sin duda alguna. También a los interesados en la escena primigenia del punk angelino, rica y prolífica como pocas, heredera sui generis de esa monarquía conocida como California Sound. Sustituido el bienestar por el desasosiego, a estos críos les tocó cambiar los gritos histéricos de las fans por el esputo indiscriminado, los punteos de Rickenbacker por la fanfarria de chatarrería, las armonías vocales por los estertores inarticulados. Finalmente, debería ser lectura obligatoria para los degustadores de literatura rock con la intención de aprobarlo todo en junio: pocas veces me he topado con un texto que se identifique tan profundamente con la música que describe. Efectivamente, este libro es como una larga y caótica jam. Lejos del anecdotario, y mucho más que la simple recreación romántica de una época, el texto de Arrow (profesor de lingüística en la UNWC) es una compleja maraña de estilo conciso y repetitivo (pienso en Thomas Bernhard) que va creciendo en el interior del lector como un cáncer maligno. Como fuegos artificiales a cámara lenta, este cristal de hielo se derrite lenta e inexorablemente ante nuestros ojos, mostrando una belleza única e irrepetible. Seis meses mágicos en la vida de cinco muchachos empeñados en destruir el mundo con sus instrumentos para construir sobre sus ruinas uno más hermoso y justo.