
lunes, 31 de marzo de 2008
99 Clavos de Graham P. Redford

Space Squad de Charles Chambers

Que nada de lo anteriormente dicho tire para atrás al aficionado. No será necesario esperar un par de décadas para disfrutar de esta historia de espionaje y traición futurista en su totalidad, podemos ir degustándola poco a poco, pues estos cuatro tomos, aunque plantean algunas dudas que serán resueltas en el futuro, presentan una historia autoconclusiva y muy disfrutable. Partiendo de los presupuestos de la space opera, Chambers da una vuelta de tuerca a los tópicos del género, pero siempre con un carácter lúdico. La historia comienza cuando todos los compañeros del Capitán Dwight Lightning (una especie de cascos azules del siglo XXVIII) mueren en una emboscada en una de sus rutinarias misiones. El primer número narra la investigación de Lightning en busca del conspirador, y su particular venganza. A partir del segundo número Lightning reclutará a sus nuevos compañeros, y juntos emprenderán la gran aventura que conforma este primer arco argumental. Habrá traiciones inesperadas, cambios de bando, viajes temporales (buena parte del tercer tomo se desarrolla en un desternillante 1984, por motivos que serían muy complicados de explicar aquí), sexo entre especies, batallas épicas en el torrente sanguíneo de un perro (especie muy importante en el siglo XXVIII), paradojas temporales, enredos amorosos, androides con problemas de autoestima y mil y una sorpresas más que hacen de su lectura una continua delicia. Esta edición en tomos está teniendo más éxito del esperado en Estados Unidos, lo que quizás posibilite que alguien se lance a traducirlos a nuestra lengua. Para los impacientes, que aprovechen ahora que el dólar está por los suelos y no duden en hacerse de una tacada con este manjar.
domingo, 30 de marzo de 2008
Deslices de Kenneth Ford

Con esta novela, Kenneth Ford, un señor canadiense con cara de cachondo mental (con corbata granate en la foto), ganó el premio Green Vinegar de novela en su edición de 2006. Nos alegramos enormemente de que un certamen tan serio premie una comedia, posibilitando además su publicación en nuestra lengua (por Ediciones Clarinete). Muy recomendable.
Valkyria de Jeannete Redford


Vigorosa narración que se lee entre carcajadas y semi-erecciones, no pretende ser más que lo que es: un loco divertimento, 300 páginas de pura fantasía escapista de la buena, sin relecturas más profundas que las que uno quiera encontrar. Jeannette Redford, pseudónimo de Vivian J. Redford que, a pesar de lo que el nombre pudiese indicar, es un profesor de Nueva Inglaterra que ronda los cincuenta, con gafas y barba (ver foto), y que se dedica la mayor parte del tiempo a escribir textos sobre teoría literaria bastante sesudos y a dar conferencias sobre la misma materia. Entre charla y charla, eso sí, le debe quedar el suficiente tiempo libre para escribir libros como el que nos ocupa, donde pone toda su sabiduría y conocimientos teóricos al servicio de los más diversos géneros, que parodia con un rigor y seriedad encomiables, demostrando un amor por el arte de la escritura que se nota hasta en la última conjunción copulativa. Esta es la primera obra suya que se publica en España. Pronto, si las ventas acompañan mínimamente, los camicaces de Umbra nos prometen que seguirán con sus locuras (espero con entusiasmo su hilarante relectura de los mitos lovecraftianos, The Mandess of Ytgmuth).
Verde Oliva de Francesco Cácamo
De una belleza helada, casi translúcida, la prosa del italo-suizo Francesco Cácamo, poeta con hiatos de narrador, y no al revés, nos introduce en un enredo plagado de incestos, de crímenes sin castigo, de asesinos sin remordimientos, de cadáveres parlantes, de libros a los que faltan páginas y de perspectivas que se alargan hasta el infinito, como en un cuadro de DeChirico.
Una imagen turbadora, duchampiana, abre esta breve novela de Cácamo: una mujer tendida en una cama se masturba, con las piernas abiertas y la falda subida, ofreciendo abiertamente su sexo, mientras un muchacho la observa embelesado a través del cerrojo de la cerradura. No sabemos si la mujer sabe que la están observando, y no lo sabremos hasta que no hayamos leído, como en un suspiro contenido, las 119 páginas intermedias.
Sergio Velafonte, el joven protagonista, voyeur por vocación y amnésico por convicción, vive en un presente continuo que le impide remontarse más allá de la página precedente. Metáfora de una Europa enferma y obesa, de un continente hundido bajo el peso de sus propias heces, el joven Sergio vive como una alimaña, alimentándose de los despojos de su acaudalada familia, espectador mudo entre una jauría de charlatanes. Arrastra sus macilentas carnes por los pasillos de una mansión en la que en cada rincón hay un lienzo, y en cada lienzo un secreto. Siguiendo el orden caprichoso al que el deambular de Sergio nos obliga, en una noche de vigilia de pasos apagados sobre mullidas alfombras, vamos desenredando la maraña llena de nudos que es el pasado de los Velafonte, placton que se cuela entre las redes del pobre protagonista, que no pilla ni una. La ironía dramática posibilita momentos tanto hilarantes como cargados de tristeza, cuando no las dos cosas a la vez, en un alarde de delicadeza y elegancia que aleja en todo momento este breve tomo de la burda farsa.
La madrileña Kilómetro Cero sigue dando pasos firmes en su aventura editorial. Empeñados en ofrecernos lo mejor de entre lo más arriesgado del panorama internacional actual, después de Su mejor amigo de Francis Guido Trenton (apreciable recreación de los musicales de la Paramount con desafine punk) y La muerte del jazz, una indescriptible epopeya sobre el vello púbico femenino de Kazuo Tanisaki, ahora aciertan plenamente con su tercera referencia, la primera verdaderamente imprescindible de su catálogo; y seguro que no la última.
viernes, 28 de marzo de 2008
Darkline de Frederick Carlson

Todo comienza cuando un ratero de poca monta fuerza la puerta trasera de una pequeña tienda para llevarse la recaudación, teniéndose que conformar con un poco de calderilla suelta y unas bolsas de bollería industrial. Poco después llega el empleado encargado de abrir el local ese día, que al ver el panorama aprovecha la ocasión para desvalijar la caja fuerte y echarle la culpa al ladrón. Acto seguido llama al dueño de la tienda, que se presenta al instante, con unas intenciones muy alejadas de lo que el empleado, y el lector, podríamos suponer. Las sorpresas son continuas, los cambios de punto de vista de un virtuosismo casi exhibicionista, el ritmo frenético. Como suponíamos, los agentes Dickinson y Lamar (desde ya mismo una de las más memorables parejas del género), que ejercían de conductores de la trama en la obra anterior de Carlson, se convierten aquí en los auténticos protagonistas, quedando el maduro inspector Haunt reducido a mero espectador desde su privilegiada atalaya, apenas una sombra que sobrevuela la trama. Es la suya, eso sí, una ausencia poderosa, magnética: está presente en cada una de las páginas sin aparecer físicamente en ellas.
Dickinson y Lamar, partes integrantes del mismo componente químico, le otorgan, no sólo un nuevo ritmo a la prosa de Carlson, sino una nueva dimensión. Haunt era pura ironía, y las obras protagonizadas por él eran ejercicios de recreación realmente efectivos, autoconscientes hasta la parodia. Eran divertidos hasta donde un descuartizamiento pueda serlo. Eso ha cambiado: el humor está ahora fuera de plano, en los huecos que deja la narración y que sólo podemos suponer. Como un chiste mal contado, el ritmo es entrecortado e intuimos el final demasiado pronto; como un chiste bien contado, el final es mejor de lo que nos habían dejado entrever. Mezcla entre corazón arrítmico y pistola encasquillada, la novela funciona por insostenible, por insoportable (piensen en un Funnie Games de Haneke). De una tensión física que sobrepasa las letras impresas, supone la obra maestra indiscutible de un Frederick Carlson al que no debería perderse ningún aficionado al noir ni a la literatura de calidad. La edición de Libro Blanco, como siempre, para sacarse el sombrero.
Aquellos que vieron la oscuridad de Pedro García y Simientes

García y Simientes, lector incansable de Allan Poe (lo que ya nos habla de un carácter especial), comienza sin embargo a escribir tras la lectura de The Parasite (1894), de Conan Doyle. Se trata de un relato de apenas 60 páginas, donde el escritor escocés formula su visión particular del vampirismo, un poco en la línea de lo que ya hiciera Maupassant siete años antes en Le Horla, en plena fiebre de esta temática que culminaría con el Drácula de Stoker en 1897. Sin ser El Parásito una de las obras más memorables del creador de Sherlock Holmes, por alguna razón activa la espoleta de escritor en ciernes que García y Simientes mantenía latente en su cabeza, y a una edad relativamente tardía de 28 años comienza su carrera literaria. Su primera novela, Las trompetas de la muerte, sigue la estructura en forma de diario de El Parásito, y nos presenta a un misterioso noble que vampiriza (más metafórica que físicamente) a su criada y a la hija de ésta, “autora” material del diario. La deuda con la obra de Conan Doyle es demasiado evidente, y todavía hay cierta indeterminación en la temática y los personajes. A pesar de ello hay pequeños hallazgos, breves pasajes que todavía hoy siguen resultando turbadores, como escritos en medio de delirios febriles. El mismo García y Simientes comprende que aún no está maduro para una obra de esas dimensiones, y decide fajarse con un puñado de relatos antes de emprender su próxima novela. En estas obras breves encontramos sus primeros trabajos imprescindibles, caso de A través de los siglos, El cuerno inglés o la ya citada Los puñales romos, uno de los mejores relatos fantásticos de la época, en cualquier lengua. Publica con cierta regularidad en revistas especializadas, incluso británicas (él mismo traducía sus escritos, pues poseía un gran dominio del inglés), como Amazing Crimes o Dark Room’s Stories, con el pseudónimo de Pieter Seems.
Su segunda novela, la que nos ocupa, muestra ya una madurez y un dominio del oficio magistrales. Tras un título tan rimbombante, García y Simientes nos narra, en una inquietante primera persona y con un tempo perezoso, la vida de Abel Velasco, un octogenario abogado retirado, que emprende desde su lecho de muerte, con su último resquicio de lucidez y en tiempo real, un viaje de regreso mental, a modo de flashback, hasta el mismísimo vientre materno de su madre. Comprende, y nosotros con él, que su existencia no ha discurrido por el camino que él creía haber transitado. Atando cabos descubre aterrado que él es uno de los autores (involuntario, pero autor) de ciertos crímenes infectos (que no precisaremos aquí para no destripar la lectura de la obra) que llegó a vengar con gran ensañamiento tiempo atrás. Las últimas páginas, con la confesión al sacerdote (más implicado, ejem, en los crímenes de lo que el narrador cree en un principio) y la revelación en la que el propio Velasco comprende que ha estado parasitando su propio cuerpo, resultan estremecedoras, hermosas y cargadas de un misterio todavía insondable a día de hoy. Como un exorcismo del propio autor, la novela funciona como la confesión de un alma atormentada, que terminaría sus días desesperado, degollándose a sí mismo (no se me ocurre un modo de suicidio más terrible).
García y Simientes bebe de la tradición anterior, sobre todo de su adorado Poe (aunque, paradójicamente, la novela bien podría haberse titulado El Parásito, a pesar de no mantener ya ninguna deuda con el relato de Conan Doyle), y del romanticismo; pero también es muy de su época (1903), con las teorías freudianas tan en boga. Es una obra, por tanto, con un hondo peso psicológico, donde la descripción del protagonista no es que tenga importancia en la trama, sino que es la propia trama. Profundamente nihilista y descorazonadora, se adelanta décadas a hallazgos de autores tan aparentemente alejados del género fantástico como Samuel Beckett (quizás se me vaya un poco la neurona, pero hay pasajes que recuerdan poderosamente a El innombrable, pero en clave gótica).
La oportunidad que nos brinda la editorial Umbra de conocer una de las mejores obras de este genial pionero del fantástico no debería caer en saco roto. Espero que la edición (limitada, como todas las suyas) no acabe criando polvo en las estanterías de las librerías.
martes, 25 de marzo de 2008
Timeblades de Scott F. Johnson


lunes, 24 de marzo de 2008
La Excusa de Warren Johnston

Uno de sus mayores logros profesionales fue formar parte del taller de negros literarios del fabricante de best-sellers Calvin P. Brian, hoy bastante olvidado, pero en su momento conocido por la interminable saga de su celebérrimo Sargent Greenstone con, atención, 138 novelas de las que se vendieron más de 300 millones de ejemplares, que se dice pronto. La saga, comenzada por el propio Brian a principios de los años 40, narraba, en clave patriótica, las aventuras del Sargento Piedraverde y su pelotón de valientes soldados contra los nazis en plena Segunda Guerra Mundial. Terminada la confrontación bélica, como le ocurrió a miles de soldados reales, nuestro sargento también tuvo que reciclarse. Durante unas cuantas novelas permanece en la Europa devastada por la conflagración atando cabos (mayormente, rastreando y matando a nazis huidos). Agotado el tema, el personaje vuelve a Estados Unidos donde comienza el desfile de géneros y temáticas (y de negros), comprendiendo los editores que cualquier producto con el logotipo del Sargent Greenstone en portada es garantía de ventas millonarias. Así que Piedraverde se ve involucrado en conspiraciones comunistas (el nuevo diablo), sirve temporalmente en Corea, recuerda algunas aventuras en clave nostálgica de la Gran Guerra, investiga crímenes al más puro estilo hard boiled y, ya en unos delirantes años sesenta, incluso llega a viajar en el tiempo para intentar salvar a Lincoln del magnicidio. Es en esta década dorada del psicotronismo más desbocado cuando nuestro querido Warren entra a formar parte del amplio plantel de negros. Suyas son, que se sepa, 17 novelas protagonizadas por el Sargento y, una vez más, se dice que de las mejores (o al menos de las más divertidas y dignas, con ese punto de autoparodia tan presente en toda su obra). Argumentos que van desde la falsa muerte del Sargento (en una especie de Sunset Boulevard con retruécano final), viajes espaciales (Greenstone es el primer hombre en pisar la Luna, cuatro años antes que Armstrong), fugas carcelarias, conspiraciones extraterrestres, ataques de hombres prehistóricos, y demás atentados al sentido común (y al aburrimiento) son desarrolladas por el señor Johnston con todo su oficio, imaginación y talento, que no es poco.
En los años setenta, ya fuera de la franquicia Greenstone, se gana las habichuelas sobre todo con novelillas eróticas, cuando no directamente pornográficas, algunas de ellas editadas en España en los ochenta por la subsidiaria guarrilla de Ediciones Navarro, Colección Flor de Piel, unos entrañables tomillos de lomo rosa que todavía se pueden encontrar en alguna librería de viejo. Son aventurillas exóticas salpicadas de encuentros sexuales, narrados con gracia y con metáforas más o menos evidentes, tirando a ingenuas y casi cándidas leídas hoy (apenas un par de erecciones por tomo, si me permiten la franqueza), firmadas sobre todo con el pseudónimo de Warren Savage. Destaca, para un servidor La Glándula Maestra, título antitrempante para una novela erótica también tirando a desasosegante y aguafiestas, cercana a las primeras películas de David Cronenberg, en una mezcla aberrante e increíble (en el sentido literal del término) entre ciencia ficción y erotismo de quirófano. No me puedo imaginar a nadie poniéndose cachondo con algo así.
Y llegamos por fin a 1982, año en que publica La Excusa, único libro que firma con su verdadero nombre. ¿A qué se debe este cambio fundamental? Quizás por primera vez se sienta orgulloso del resultado final, alejado ya de todo género, aunque sin abandonar su característico estilo directo y conciso, casi telegráfico. Quizás porque es, de forma oculta, una obra autobiográfica, en el sentido de que aquí aplica la autoparodia a su propia persona, como fabulador, y no a un género en concreto o a un personaje ajeno. Así, el protagonista de este extraño libro es un dentista al que un buen día llega a su consulta un exterminador de insectos para que le quite todos los dientes (aparentemente sanos) a fin de que se los sustituya por una dentadura postiza. El dentista, reticente en un principio, y el paciente, al que sólo puede quitar un diente por sesión (?), inician una extraña relación en la que el galeno le cuenta una historia durante cada extracción dental, mientras el otro permanece sedado con la boca abierta. Son, al principio, pequeños acontecimientos de su propia vida, que luego va maquillando para hacerlos más interesantes, terminando por alejarse de la realidad y conformando una suerte de doble identidad. Todo se complica cuando el exterminador quiere seguir manteniendo una relación de amistad con el dentista, en realidad con su némesis imaginario, haciendo que los enredos y las complicaciones se sucedan, primero de forma hilarante para luego, poco a poco, ir introduciéndonos en un ambiente enrarecido y claustrofóbico con un final desasosegante, espeluznante, que le da una vuelta de tuerca inesperada a todo lo acontecido, dejándote con una sonrisa congelada en el rostro (como una película hecha a cuatro manos por Polanski y Haneke). Se trata de una obra llena de extraños simbolismos, con una imaginería única y personal, y un tempo narrativo perezoso, como si sus personajes habitasen un universo paralelo desfasado unos segundos en el tiempo con respecto al nuestro, y esto crease más disparidades de las que en un principio pudiésemos imaginar.
Una lástima que Johnston no continuase con esta vertiente tan personal de su obra, quedando este título como un artefacto único en su especie. Una verdadera joya que la editorial Skyline pone a nuestra disposición con extras de lujo (como en los DVD): una completísima introducción del erudito Ramón Carrera (de la que está extraída buena parte de este artículo... gracias, maestro) y un prólogo inédito del propio autor, poco esclarecedor pero interesante. Para atesorar.
sábado, 22 de marzo de 2008
Pequeño Colegio Yale de Anais Lundgren

Anais (de nombre real Lois Shore) nace, con el siglo XX, en Perth, Australia, pero pronto vuelve con su prole a su originaria Brighton, donde pasará el resto de su vida. Aquejada desde pequeña de tuberculosis, pasa gran parte de su infancia internada en sanatorios o recluida en casa, tiempo que dedica a leer de forma incansable. Entre sus textos favoritos cita en sus diarios y correspondencia a autores tan dispares como Tolstoi, Mark Twain, Mellville, Colette o Dickens. Sin apenas estudios académicos, debido a los continuos hiatos en los que está ingresada, se prepara de forma autodidacta para ingresar en el equivalente al actual magisterio. Acabada la carrera con un expediente notable, entra como maestra auxiliar en un pequeño colegio femenino de la propia Brighton, el Saint Apollonia, de donde tomará la inspiración para su única obra larga de ficción, Pequeño Colegio Yale. El empuje para escribir, sin embargo, lo toma de su coetánea Virginia Wolf: aunque ya había leído su obra anterior, será su Mrs. Dalloway, que la sobrecoge, la que le dará el último empujón para intentar plasmar por escrito todas las ideas que le llenaban la cabeza desde su infancia. Escribe sin descanso durante seis meses un total de 17 relatos, de los que escoge los que considera los tres mejores (Endlees, Mr. Hutton and his Honor y Too Many Boxes) y se los envía a la propia Virginia Wolf. Ésta le responde personalmente con una misiva amable pero no especialmente alagadora: le recomienda que siga trabajando incansablemente, pues se aprecia talento, pero le falta encontrar su propio estilo. Efectivamente, leídos hoy esos primerizos relatos, la huella de la Wolf está presente de forma más que evidente. Quizás fue un error en la elección, pues entre los relatos descartados ya hay pequeñas joyas donde se puede apreciar el estilo propio de Lundgren (pienso en maravillas como Night in the Livingroom, una obra maestra de apenas ocho páginas que puede mirarse de tú a tú con cualquier gran relato de la época).
Cuando la salud se lo permite, Lois sigue escribiendo en cualquier momento libre que su trabajo le brinda, sobre todo por las noches. Comienza a tomar notas para una obra larga, quizás una novela, que empieza a larvar en su cerebro: la historia de un colegio femenino, de sus alumnas y sus aventuras. Para ello se sirve de todo lo que vive día a día en su trabajo, pero sobre todo de lo que sus dos hermanas le contaban al volver de clase a una Lois recluida en cama. Esas vivencias contadas, y por tanto mitificadas, son la base sobre la que Lundgren construye su discurso, dando como resultado una obra plena de fantasía, humor, encanto, frescura y, sobre todo, de unas contagiosas ganas de vivir. Es una novela reconfortante, pero en ningún momento complaciente ni escapista: hay momentos duros, como durísima fue la vida de su autora. El hilo conductor es endeble, apenas una excusa: la desaparición de uno de los mapas del cajón de la profesora. Esto permite a la autora inmiscuirse, con un estilo en tercera persona caprichoso y entrometido, en las vidas de las alumnas, en sus idas y venidas, en sus amores y decepciones. Lo de menos es quien ha cogido el mapa, aunque la resolución no deja de tener su gracia. Su estilo ha llegado ya a su madurez plena, y el protagonismo múltiple parece capturado por su prosa de forma natural, nada acartonada, con una viveza impresionista que te transporta en medio de la acción.
En vida sólo llegó a publicar dos relatos en una revista local (The Brighton’s Sons), con el pseudónimo de Anais Lundgren (el nombre con el que se autodenominaba desde niña, en una doble identidad libre de su enfermedad incapacitante, más el apellido de soltera de su madre), como póstumamente será conocida. Muere en 1939, por insuficiencia respiratoria. Será su hermana Margareth la que se hará cargo de su legado, que descubre asombrada, pues no conocía su faceta de escritora. Tras la Segunda Guerra Mundial su obra (una recopilación de relatos, su correspondencia, una pequeña novela no terminada titulada The Riverside’s Oak, más la que nos ocupa) se publica de forma periódica en lengua inglesa, nunca alcanzando el reconocimiento que muchos consideramos que se merece. Por primera vez podemos disponer de una edición en castellano de su obra maestra, de la mano de Canto Dorado Ediciones, en un más que digno intento de acercarnos la obra de una escritora enorme y enormemente ignorada.
jueves, 20 de marzo de 2008
DF1 a DF4 de Dagmar Fogelström

Pero si Fogelström pasará a la historia (oculta, pero historia) de la música, es por su obra en solitario, ya alejada de cualquier definición, influencia clara o estilo. Después de un par de años sabáticos en los que se dedicó a viajar y estudiar todas las músicas que pudo (visitó el norte de África, oriente medio, Mongolia, e incluso vivió una temporada en España), entre los años 1972 y 1975 graba, una detrás de otra, cuatro obras maestras tituladas someramente DF1 a DF4, respectivamente. En ellas plasma de una forma preclara todo lo aprendido en su ya larga formación musical y en sus viajes, en los que comprendió que, dejando a un lado las particularidades de cada etnia, bajo todas las músicas fluye un substrato que las unifica. Esta música universal (no confundir con esperpentos como la world music o la new age, cajón en el que, por error, a veces se incluye su obra) es plasmada directamente desde su cuerpo, sin intermediación de la mente, a la cinta magnética, logrando unos resultados que guardan ciertas concomitancias con la música dadaísta, con el post-minimalismo o con la música concreta, pero sin ser nada de eso. Los discos suenan cada vez más despojados, cada vez más desnudos, buscando una esencialidad que quizás, como Fogelström comprendió, haya que buscar no ya en la música, sino en el silencio. Quizás por eso, tras su cuarto disco, no volvió a grabar nada más. A mi tampoco se me ocurre nada más que pudiese añadir. Las reediciones del sello alemán Zufalls son ejemplares. Existen dos versiones: la de lujo, en dijipack acompañadas de interesantes libretos explicativos del musicólogo Gunnar Sjöberg; o la económica, con dos discos por cd.
miércoles, 19 de marzo de 2008
La confabulación de Richard M. Keith

Keith, habitual colaborador del New Yorker en las tres últimas décadas, y autor de una apasionante biografía de John Wayne (inexplicablemente inédita en nuestra lengua), se lanza ahora a una obra faraónica e ímproba: una autobiografía en diez (sí, 10) volúmenes, del que éste es el primero, aunque pronto le seguirá el segundo, El velatorio, también de la mano de Ediciones La Cometa, unos de nuestros particulares héroes que, desde Aljaraque (Huelva), vienen brindándonos unas deliciosas aunque limitadas ediciones de lo mejor y menos conocido del otro y de este lado del charco (no se pierdan Cesta de luto, de Juan Carlos Bóveda Jaínez; pero esa es otra historia). Como las Crónicas de Bob Dylan, aquí Richard M. Keith nos presenta etapas de su vida fuera de un orden cronológico, saltando de su infancia a la etapa en que publicó sus primeras colaboraciones profesionales, o a una surrealista etapa a mitad de los ochenta (tampoco él se salvó de la cocaína). El discurso narrativo sólo puede intuirse por ahora, pues todavía estamos penetrando en una obra de unas dimensiones, supuestamente, grandiosas. Pero como principio pinta más que bien, y cada uno de los cinco largos capítulos puede leerse de forma independiente, con su principio y final, y su tono distintivo.
Por lo que Keith nos cuenta de su infancia, esta fue cualquier cosa menos aburrida. Hijo del físico Norman Keith y de la novelista de origen israelí Sarah Liman, en clave jocosa nos cuenta sus aventuras como si de un Huckelberry Finn de clase media-alta de Nueva Inglaterra se tratase. Historia iniciática fuera de la norma, cuento navideño en pleno agosto, seduce por su ternura pero nunca empalaga.
Otro capitulo destacado es en el que desgrana su particular apología de Robert Adler, inventor del mando a distancia. Keith inició, a mediados de los 80, una campaña mediática para que se considerase al ingeniero como candidato al Premio Nobel de Física. Las apenas 40 páginas en donde nos cuenta toda la aventura son, simplemente, descacharrantes.
No queremos destacar más capítulos, pues la calidad media es muy homogénea (por lo alta) y tampoco queremos destripar más sorpresas de la cuenta (que las hay, palabra; un tipo que solía jugar al billar con Bertrand Russell es cualquier cosa menos corriente). Esperamos impacientes la publicación del segundo volumen, y del tercero, y del...
Fractal Light de Jack Spencer

lunes, 17 de marzo de 2008
El sonido de la jodienda de Paul Standell

Encontramos en este tocho, además de las salvajadas de los Grand Funk narradas en una segunda persona de lo más desmitificadora, las vicisitudes del pobre Standell con una lámpara de 30 kilos y sin coche en las afueras de Los Angeles, la crónica de una inundación en Crestview, Florida, a un club de obesos insultando a nutricionistas en Palisades, al autor tres semanas encerrado en una habitación de hotel esperando a Dennis Hopper, jugando al golf en un campo improvisado en Saigon, rastreando osos en Alaska, haciendo contrabando de puros abanos, bromeando con el psichokiller Jefrey Dumm, y mil y una locuras más. Siempre riguroso, siempre impredecible, siempre lúcido, lejos de los desbarres drogotas de Hunter S. Thompson, al que se le comparó en más de una ocasión (creo yo que más por el look que por otra cosa), Standell sólo tenía un vicio peligroso: el tabaco, que se lo llevó al otro barrio de un enfisema en 1983. En sus últimos textos, también aquí presentes, airea las interioridades del Partido Republicano llegando a conclusiones que vistas con el tiempo asustan por lo premonitorias. La edición de la argentina Jiménez Partido Ed. resulta impecable (si uno ignora los modismos inherentes a aquellas latitudes). Sale carillo de precio, tampoco nos engañemos, pero vale su (mucho) peso en oro.
The Killer Girls de Armand Thesort

Extraño artefacto el que nos ocupa, que merece ponernos en antecedentes. El belga Armand Thesort (con abuelos paternos de Girona, por cierto), único integrante de este no-grupo, multi-instrumentista dotado y enfant terrible del free jazz más free del antiguo continente (formó parte del quinteto del saxo tenor Dexter Saunders en su lustro mágico de 1987-91, donde grabaron ocho salvajes discos de estudio y el indispensable directo Live Nightmares over Copenhage), entra en contacto con el listillo cineasta británico Thomas Vine, que le encarga el acompañamiento musical para una videoinstalación destinada a una retrospectiva de nuevo audiovisual británico en la Tate Modern nada menos. Satisfechos ambos por el resultado, deciden colaborar en el próximo proyecto que Vine tiene en mente: The Killer Girls go Crazy, una sexplotaxion musical a medio camino entre Russ Meyer y Vicente Minelli (?), según palabras de los propios promotores del artefacto.
Del argumento poco se sabe, a parte de estar protagonizada por una pandilla de muchachas desatadas que se lanzan frenéticamente al asesinato de machos, vía ahorcamiento, para recoger sus últimas eyaculaciones por algún extraño motivo. Todo esto en clave musical, no lo olvidemos. En realidad no sabemos cuanto se llegó a avanzar en el proyecto, ni cuan en serio se lo tomó el señor Vine; pero sí sabemos que Thesort terminó la banda sonora, en la que él toca todos los instrumentos (salvo las percusiones de Joseph Vargas y las voces femeninas, una especie de Ronettes en crack). Extraña el contenido, muy alejado de su obra anterior y posterior, próxima al glam de Rocky Horror Picture Show pero en clave lo-fi. En cierto modo esto suena a maqueta preliminar, pulida para su publicación, pero lejos, creemos, de las intenciones finales del perfeccionista Thesort, que en alguna entrevista admitía buscar un sonido como si Phil Spector hiciese la banda sonora de Garganta Profunda. A pesar de las deficiencias sonoras, la música que contiene es jovial y contagiosa, más duradera en el córtex cerebral de lo que una primera escucha podría presagiar. Recuerda a los viejos y buenos tiempos sin resultar clónica, y supone una rareza y una agradable sorpresa tanto hoy como si lo hubiesen publicado cuando se grabó, en 1994.
domingo, 16 de marzo de 2008
Steam War de Kirk Thomas

Los tres se ven recluidos en una apartada granja del norte de la Bretaña, a donde sólo llegan los ecos de una guerra que está alcanzando su punto culminante (Londres es prácticamente borrado del mapa). Padre e hijo, mientras tanto, dedican su tiempo a educar al humanoide, primero siguiendo órdenes estrictas dictadas por el gobierno, luego, a medida que aquel comienza a dar muestras de una personalidad propia y una independencia de pensamiento, de forma más laxa. La capacidad de asimilación del Duque no parece tener límite: aprende a tocar el violín en cuestión de minutos, absorbe toda la enciclopedia británica en una tarde... Padre e hijo tratan de desentrañar su complejo y hermético mecanismo, que parece autoalimentarse como una máquina de movimiento perpetuo. Esta primera parte resuelve estas y muchas otras dudas cuyo planteamiento se escapa de este somero análisis, y nos deja intuir el papel fundamental que el Duque jugará en el entramado posterior, dejándonos con un gran sabor de boca y con ganas de más.
El estilo del joven Thomas (que aún no ha cumplido la treintena y ya lleva cuatro apreciables novelas publicadas) bascula, como la trama, entre la descripción fría y analítica de la ciencia ficción más hard, y un extraño bucolismo próximo a La hierba roja de Boris Vian (no es casual que al perro salvaje al que acogen le llamen Lil Wolf, nombre de dos de los protagonistas de esta obra del genio francés), pero sin la carga surrealista de éste. Nada que objetar, por último, a la edición de Umbra: buena traducción y un precio ajustado. A falta de leer la conclusión, recomendable sin paliativos.
sábado, 15 de marzo de 2008
Skyline de Frederick Carlson

Un flashback nos sitúa tres meses atrás. Seguimos los pasos de Eli mientras busca empleo desesperadamente. Parece tener suerte en la entrevista con un apuesto empresario que coquetea descaradamente con ella: le espeta que la única razón por la que la contrata como ayudante personal es porque su color favorito es el verde dólar, y ella lleva puesto un ligero vestido azul y amarillo. Los juegos temporales continúan como en un partido de ping-pong entre estos dos momentos, principio y fin de una historia de la que es imposible substraerse. Su lectura nos empuja, sin respiro, por los vericuetos de una trama sólo aparentemente laberíntica, en realidad directa como un tiro a bocajarro.
Carlson inaugura con esta novela una segunda tanda de las aventuras de su ilustre inspector, ahora ambientadas en los años ochenta, con un Haunt maduro que deja parte del peso argumental en manos de la nueva generación (los agentes Dickinson y Lamar, que hacen presagiar grandes momentos en próximas entregas). Por primera vez el carismático inspector Haunt aparece a mitad de la trama, cuando todo parece estar ya a medio resolver. Lo que no ha cambiado es su neurosis, su adicción a la cafeína y su capacidad innata para tocar las narices por igual a culpables e inocentes.
El autor, quizás contagiado de la madurez de su protagonista, huye por primera vez en su ya dilatada carrera de los tópicos noir y hard boiled que salpicaban su obra anterior (con más espíritu crítico que revisionista, todo hay que decirlo). Aquí se muestra sosegado y deja que la trama fluya de forma natural por los recovecos más inesperados, mostrando ángulos inéditos en este tipo de género. Huye de la alargada sombra de Chandler y Himes, sus principales referentes, para acercarse a una Patricia Highsmith menos misántropa.
La edición de la pequeña editorial de Solsona (Barcelona) es, como siempre, impecable y cuidada hasta el último detalle (la sobrecubierta, la tipografía, el gramaje del papel, la interesante introducción de Pau López), lo que hace menos doloroso soltar la viruta. Resaltar la traducción de Marta Vinuesca, ajustada como una media a la prosa cortante de Carlson.
Raíz Cuadrada de Nick D. Place (Nigel Burbank)

Obra del escritor californiano Nigel Burbank (conocido por sus colaboraciones en la primera etapa de la Rolling Stone), aunque escrito bajo el pseudónimo de Nick D. Place, esta trilogía, de la que Raíz cuadrada es el cuarto (?) volumen de una saga supuestamente autobiográfica (aunque no sabemos de cual de sus dos identidades, ni bajo el influjo de que drogas las redactó, ni por qué diablos el protagonista se llama Eduard Monttly), que narra en clave de humor (por si no había quedado claro) sus vicisitudes vitales entre 1971 y 1976. Narrado en breves capítulos, de nunca más de tres páginas, supone una lectura absorbente, incisiva y, aunque por lo anteriormente dicho pueda parecer lo contrario, comedida en lo formal.
De forma inexplicable, la siempre rigurosa editorial argentina Parnaso ha comenzado la edición de esta saga por el cuarto volumen (aunque segundo en orden cronológico). Sea como sea, y en el orden que sea, vale la pena hacerse con este breve pero enjundioso volumen. Teniendo en cuenta que mister Burbank/Place/Monttly sigue vivito, coleando y tremendamente lúcido a sus 83 años, esperamos y deseamos que siga extendiendo su trilogía vital al menos otros gozosos cuatro volúmenes más. Amén.
jueves, 13 de marzo de 2008
Cyclop, un homenaje a Frederik “One Eyed” Penn

miércoles, 12 de marzo de 2008
Molecula de Ivan Stransky

Uno sale de la lectura de este libro como de una siesta demasiado larga: ligeramente desorientado y más cansado que antes. ¿Por qué recomendar, pues, su lectura? Pues por la misma razón por la que decidimos tomar una siesta: por una mezcla de necesidad física y costumbre arraigada. Y es que la prosa de Ivan Stransky es ciertamente peculiar e imperfecta pero, quizás por ello, extrañamente adictiva. Sólo se apoya en la ciencia ficción como excusa formal, nunca temática: sus historias suelen comenzar como aparatosas y exhaustivas distopías, a veces de farragosa lectura debido precisamente a lo puntilloso, casi obsesivo de su mirada. En sus mejores obras (entre las que antes que la que nos ocupa citaría, sobre todo, Episodios repetidos, su indiscutible obra maestra, aunque me temo que descatalogada en estos momentos), Stransky pronto abandona sus universos paralelos para que la obra mute en una suerte de viaje iniciatico que, paradojas de la vida, nos conduce, al protagonista y al lector, a una realidad más próxima a la nuestra de lo que creíamos y deseábamos, en un viaje de ida y vuelta que hiere casi físicamente.
Si el paciente lector logra superar las 80 primeras y arduas páginas de este volumen, experimentará de primera mano el viaje (literal) del protagonista Dan T., cuyo cuerpo es empequeñecido hasta el tamaño de una molécula (no es la idea más original del mundo, por eso el autor dedica 80 páginas a tratar de convencernos de lo contrario) para ser introducido en el interior de su propio cuerpo físico. Si dicho así, en pocas palabras, suena confuso, les aseguro que en forma de novela no lo es menos. Pero señores, a partir de la página 80 el gozo es continuo y las sorpresas abundantes, y viceversa. Lo que el bueno de Dan T. encuentra dentro de su propio cuerpo sorprenderá al más imaginativo y avezado de los lectores, palabra de boy scout.
Holes in the Water de Carmine Plumber

De origen pakistaní (su apellido real era Plakhamla) pero nacido y criado en la pequeña ciudad de Claremont (California), fue un joven introvertido y más interesado en la carrera espacial en ciernes que en la música. Todo esto cambia cuando a finales de los cincuenta entra en contacto en Berkley (en cuya universidad ingresa) con el círculo de La Monte Young, del que pasa a ser tímido discípulo durante un par de años. Aparentemente ganado para la causa, se traslada a New York en 1963, interesado por el folk de corte minimalista y las influencias de la vanguardia europea que por entonces afloraban en ciertos ambientes in de la ciudad.
En 1965 inventa el “econister”, una suerte de mezcla entre instrumento percusivo y prehistórico sintetizador que le permitía modular sonidos mediante un complejo sistema de válvulas y pedales.
En 1966 publica Holes in the Water, su único disco en solitario, sirviéndose tan sólo del econister y su voz para la grabación. El sonido resultante, demasiado crudo y seco para la psicodelia amable y exuberante que imperaba en la época, y quizás demasiado pop para la vanguardia más radical, hace que el disco pase absolutamente desapercibido y pronto sea descatalogado, convirtiéndose con el tiempo en una preciadísima pieza de coleccionismo.
Poco después conoce al organista de formación clásica y origen croata Hal Encre, y juntos graban un álbum en apenas 11 horas de febril y fértil improvisación, Pollinesy (1967), cuya repercusión en ventas en tan escasa como su anterior aventura en solitario. Decepcionado con una industria que no es capaz de asimilar su personal propuesta, abandona su carrera musical para dedicarse a la ingeniería electrónica, su primera y académica vocación. Muere en 1983 debido a complicaciones cardíacas que arrastró toda su vida.
A pesar de su escasa producción discográfica (apenas 14 composiciones), su influencia es recogida y reconocida por bandas tan dispares como Silver Apples, Neu, Glass Radio o los más recientes Wilco y Oneida.
La discográfica afincada en New Jersey Olive Musik , especializada en oscuras reediciones sesenteras, acaba de darnos una de las alegrías del año al poner a nuestra disposición una exquisita edición en vinilo y cd del Holes in the Water . Por una vez, destacar la opción digital, que incluye versiones alternativas de dos de los cortes, y un completísimo libreto explicativo del experto David Burbank, así como la única foto promocional de la época (aquí adjunta), que entendemos que no ayudó precisamente a que vendiera más discos. Un señor descubrimiento.
La piedra carmesí de Zósimo Canoso

Zósimo Canoso tiene, por lo menos, dos cualidades envidiables: la primera, escribir como una puto genio; y la segunda, y no menos importante, una capacidad para reírse de todo y de todos realmente desarrollada. Empezando por él mismo.
Si el tópico de no juzgar un libro por su portada se creó para un ejemplo concreto bien podría ser éste. Tras este título y este diseño lo último que el lector desprevenido se podría esperar es lo que en realidad se encuentra: un viaje alucinante y alucinado a medio camino entre el Philip K. Dick más ido y el Terry Pratchett más desaforado. El lector avezado sí podría olerse algo, ya que la editorial Skyline basa el grueso de su producción en la ciencia ficción y la fantasía (muy sui generis, eso sí).
La historia, protagonizada por un escritor de tres al cuarto llamado Zósimo Canoso (efectivamente, los juegos metalingüísticos forman parte del entramado), nos sitúa en un universo paralelo (o algo parecido) que se desarrolla eternamente en el año 1993. Al pobre protagonista se le diagnostica una extraña e inédita enfermedad degenerativa, que denominan, como no podía ser de otra forma, “Enfermedad de Zósimo Canoso”. En realidad, lo único que le ocurre es que está envejeciendo, es decir, que el tiempo está actuando en su cuerpo mientras el resto del mundo sigue anclado en la resaca post-olímpica de 1993. A partir de ese momento, el grueso del libro se ocupa de narrar el viaje a través de esa extraña cuarta dimensión (el tiempo) que emprende el protagonista, y que no deja de depararle sorpresas tanto a él como al lector, hasta llegar a un final hilarante con el que se me estuvieron saltando las lágrimas tres días con sus tres noches. Ah, lo de la piedra carmesí se explica en la página 89.
The Dead King de Douglas Meyer

Una conmoción sacude la pequeña población de Perryville (Missouri) la mañana del 6 de diciembre de 1904. En cuestión de un par de días todos los medios de comunicación del país se personan en el pequeño condado atraídos por una macabra noticia. Elizabeth, la pequeña de cuatro hijas de la familia Cares, mortificada por los remordimientos, declara ante la policía ser la autora del asesinato de su padre, el pastor evangelista Jonah M. Cares. Al principio las autoridades no quisieron dar crédito a sus palabras, pues el reverendo Cares, aunque llevaba tiempo sin ser visto por la ciudad, solía ausentarse con regularidad por cuestiones relativas a su ministerio. Pero tras encontrar en la vivienda de los Cares restos de huesos humanos se comienza una investigación policial en toda regla, mientras la joven Elizabeth se suicida ahorcándose en su celda. En el juicio sale a relucir toda la verdad: lo que en principio podía parecer un simple (es un decir) caso de parricidio, resulta ser la punta del iceberg de lo que sucedió en aquella casa. Anna, la madre, mantenía una compleja relación con sus cuatro hijas, con las que acabó por formar una suerte de comunidad matriarcal completamente hermética a influencias externas. Entre todas mataron al reverendo Cares y, lo más macabro, se lo comieron en los meses sucesivos. No estoy destripando el libro, ya que todo esto se narra en el primer capítulo; el resto, lo realmente interesante y espeluznante, es cómo pudieron llegar a esa situación extrema las mujeres Cares. Resulta terrorífico comprender que, dentro de su lógica desviada, quizás tenían razón al hacer lo que hicieron.
Douglas Meyer, autor del libro, dio con la noticia por casualidad en la hemeroteca del Baltimore Chronicle, donde trabajaba como documentalista. Intrigado por el caso decide investigar y pronto comprende que de ahí puede salir un libro apasionante. Durante seis largos años se dedica a recopilar toda la información sobre el caso reflejada en la prensa de la época y, lo que es más interesante, en las declaraciones policiales de las cuatro supervivientes y en las actas del juicio. Los pequeños huecos los rellena hábilmente con una dramatización efectiva, de estilo seco y conciso, con un resultado más próximo a La canción del verdugo de Norman Mailer que a A sangre fría de Truman Capote. Sin tomar partido por ninguna de las partes, Meyer se limita a narrar los hechos tal como ocurrieron, y deja que el lector juzgue los actos de las protagonistas, como hizo el juez en la época, que las condenó a la pena capital (las únicas mujeres ajusticiadas en el estado de Missouri en el siglo XX). El libro fue merecedor del premio Banquet de Investigación Periodística en su edición del 2002, y es una verdadera pena que hasta ahora nadie se haya dignado a editarlo en castellano. La edición original resulta muy atractiva, ya que viene acompañada de fotografías de la familia (escalofriantes sabiendo lo que ocurrió después), y copias de las actas del juicio y titulares de la prensa. Si tu inglés es simplemente correctito, no lo dudes y hazte con él.
martes, 11 de marzo de 2008
Murders de John Moore
La distribución a nivel estatal, lamentablemente, no es demasiado buena, pero siempre podéis pedirlo directamente a la editorial. Si os quedan ganas de más John Moore, los mismos felinos han traducido y editado un par más de sus locuras: Versus y El multiplicador, ambas también muy recomendables.