Todo comienza cuando un ratero de poca monta fuerza la puerta trasera de una pequeña tienda para llevarse la recaudación, teniéndose que conformar con un poco de calderilla suelta y unas bolsas de bollería industrial. Poco después llega el empleado encargado de abrir el local ese día, que al ver el panorama aprovecha la ocasión para desvalijar la caja fuerte y echarle la culpa al ladrón. Acto seguido llama al dueño de la tienda, que se presenta al instante, con unas intenciones muy alejadas de lo que el empleado, y el lector, podríamos suponer. Las sorpresas son continuas, los cambios de punto de vista de un virtuosismo casi exhibicionista, el ritmo frenético. Como suponíamos, los agentes Dickinson y Lamar (desde ya mismo una de las más memorables parejas del género), que ejercían de conductores de la trama en la obra anterior de Carlson, se convierten aquí en los auténticos protagonistas, quedando el maduro inspector Haunt reducido a mero espectador desde su privilegiada atalaya, apenas una sombra que sobrevuela la trama. Es la suya, eso sí, una ausencia poderosa, magnética: está presente en cada una de las páginas sin aparecer físicamente en ellas.
Dickinson y Lamar, partes integrantes del mismo componente químico, le otorgan, no sólo un nuevo ritmo a la prosa de Carlson, sino una nueva dimensión. Haunt era pura ironía, y las obras protagonizadas por él eran ejercicios de recreación realmente efectivos, autoconscientes hasta la parodia. Eran divertidos hasta donde un descuartizamiento pueda serlo. Eso ha cambiado: el humor está ahora fuera de plano, en los huecos que deja la narración y que sólo podemos suponer. Como un chiste mal contado, el ritmo es entrecortado e intuimos el final demasiado pronto; como un chiste bien contado, el final es mejor de lo que nos habían dejado entrever. Mezcla entre corazón arrítmico y pistola encasquillada, la novela funciona por insostenible, por insoportable (piensen en un Funnie Games de Haneke). De una tensión física que sobrepasa las letras impresas, supone la obra maestra indiscutible de un Frederick Carlson al que no debería perderse ningún aficionado al noir ni a la literatura de calidad. La edición de Libro Blanco, como siempre, para sacarse el sombrero.
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