martes, 28 de octubre de 2008

La cirugía es tétrica de Marcelino Pons.

El padre de la criatura: Marcelino Pons (Badalona, 1971), emigrado a México D.F. a la edad seis años, por motivos de trabajo de su padre, diplomático. Inmerso desde la adolescencia en las corrientes contraculturales (o algo así) de la capital mariachi, forma parte del staff del semanario La Chinche y del grupo teatral Shakespeare’s Groupies. Se decanta pronto por la palabra impresa en detrimento de la acción performática más o menos gamberra. Mientras se doctora en antropología no deja de escribir y publicar relatos, ensayos y pequeñas novelas en lo más granado de las editoriales independientes de la patria de Zapata. Muy recomendable Vida y muerte de Vicente el escribano, una hagiografía imaginaria inspirada en su mentor (y amante, dicen las malas lenguas) Juan Vicente Flores; o la mayestática compilación de textos breves Tractatus en si bemol, un apabullante despliegue matemático-narrativo que lo sitúa entre lo más destacado de su generación.

La madre de la criatura: el editor Rodolfo Lapido, dueño, director y motor de Publicaciones Zisma, decide crear la línea editorial Páramo, centrada en la literatura de género fantástico (en un amplio sentido), tratada desde puntos de vista sesgados, arriesgados y originales: se le encarga, exprofeso, a varios autores alejados del género sendas obras, sendas aproximaciones que, obviamente, resultan variopintas e irregulares, pero apreciables y oxigenadoras cuando menos. Tres son las referencias hasta el momento de la subsidiaria rebelde way: el giallo metafísico El alma de la Plomada, de Baltasar Chico, con un prometedor punto de arranque pero un poco flojo en su resolución; la space opera gore La madre del potro, del showman y enfant terrible Walter Lugo (descacharrante el prólogo de Guillermo del Toro), una pequeña maravilla de humor negro y vísceras rojas. Pero es en su tercera referencia, la que nos ocupa, con la que obtienen su primera obra realmente notable: no se trata ya de una revisión irónica de un subgénero, ni de un fruto coyuntural; es una obra que se autosustenta sin dificultad, que respira por si misma y mira a los ojos del lector sin pestañear.

J. Popcorn, el protagonista de esta novelita, se despierta tras un sueño de dos días y medio, fruto de una sobredosis de Mandrax, en una pensión de Graciosa Beach, Baja California. Leyendo los titulares del periódico local, dos noticias llaman poderosamente su atención: ese día (6 de octubre de 1966) se prohíbe el consumo de LSD en los Estados Unidos, mientras un asesino en serie está sembrando el pánico en la zona: han aparecido los cadáveres de cinco mujeres desangradas. La sexta se la encuentra J. maniatada y destripada en la bañera. Pero eso no es lo más aterrador que J. descubre en el aseo: mirándose al espejo descubre horrorizado que, de alguna forma, alguien le ha arrancado la cara.

Se inicia así un viaje desenfrenado e impredecible hacia el corazón de la noche, en el que seguimos al pobre(?) J. en la búsqueda de su rostro perdido, en la que se cruza con policías fronterizos corruptos, vampiros adictos a la “comida rápida” (literalmente), asesinos en serie con un mongólico sentido del humor, telepredicadores traficantes de L.S.D., rock stars venidas a menos y dependientas de Seven Eleven con más trastienda de lo que aparentan. El reverso oscuro y esquizoide del After Hours de Scorsese, o un Like a Velvet Globe Cast in Iron menos surreal, menos lynchiano. La mejor definición la esgrime Gregorio Salas en el prólogo: “Negro como el carbón del infierno”.

Si todo comienza como una serie-B asumible, previsible en su perfecto dominio y manejo de los códigos genéricos, pronto la criatura muta hacia derroteros vírgenes, haciéndose un hueco en nuestras entrañas como un bisturí mellado y oxidado. Dañino y jodido. Cosa seria, amigos.

El estilo de Pons se ajusta como un traje de látex al cuerpo de la historia; vivisecciona cada secuencia con párrafos breves y letales como ráfagas de Uzi. Con una ajustada adjetivación, con una tercera persona en presente perpetuo, narra a base de polaroids más que en rimbombante cinemaescope. Increíble que este señor no se dedique al horror literario, porque esta referencia no tiene nada que envidiar a cualquier obra que pueda recordar de Ramsey Campbell, Clive Barker o Gramham Troy. Lo más espeluznante que me he llevado a la cama desde el Zombie de Joyce Carol Oates.



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