miércoles, 7 de mayo de 2008

Tormenta de Verano de Stewart Beagle

La narración de Beagle habla de una infancia que se desliza con vuelo rasante bajo el gris cielo norteño; habla de hacer música rasgando briznas de hierba, de cazar moscas en vuelo, del vértigo del océano desde el desfiladero. Con el ritmo pausado de los días interminables, Brian, el joven protagonista, comparte las últimas semanas con su madre enferma, lee con ella viejas novelas sin dejar de mirar su rostro, buscando un resquicio por donde pueda escapar como de una crisálida. Pequeñas epopeyas (buscar una bombona, poner en hora un reloj que se resiste) apuntalan su soledad. Una tormenta tozuda, que vuelve día tras día a la misma hora, sirve para que la madre le transmita al hijo todo lo que ella sabe, aunque lo único que Brian necesita es que ella le prometa lo imposible: que nunca lo dejará solo.
Dolorosa lectura, extraño bestseller en su Gran Bretaña natal. La edición de Metrónomo trae una pegatina capciosa: de los 150.000 ejemplares vendidos, unos cien mil se han despachado en la isla. Esto no es óbice para que aquí pase lo mismo, y se convierta en un éxito soterrado (por ahora ya es la referencia más vendida de la editorial), ya que su calidad es incuestionable, y su capacidad de erosión poderosa. Es la clase de artefacto que te hace replantearte pequeñas cuestiones que de pronto se convierten en vitales. Tras un par de novelas fallidas, Beagle da en el clavo con este paisaje desolado, tierno pero nada complaciente, denso como el aire de agosto y misterioso como una tormenta de verano. Al final, cada línea, cada palabra, cada instante se alargan hasta el infinito, congelados en estas hermosas páginas. Supongo que es lo más cerca que se puede estar de vencer a la muerte.

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