
Eyle, erudito y humorista, publica con regularidad viñetas y breves textos sarcásticos en el Pearson’s Weekly, más por placer que por necesidad económica. Con la misma intención humorística y desmitificadora acomete éste, su único texto largo. Parte de un asesinato real acontecido en Birmingham en 1909, que se trató y debatió largamente en las reuniones de el Club de los Crímenes y que nunca llegó a resolverse de forma oficial. El mismo asesinato dio lugar a otro texto, más riguroso y convencional, que Francis T. Greathorn publicó por entregas en The Strand. El interés de George Eyle no es, como el de Greathorn, describir pormenorizadamente los acontecimientos en clave periodística, ni aventurar una hipótesis sobre lo que ocurrió realmente. Eyle aprovecha como excusa este crimen real para plasmar, veladamente, su particular estilo de vida. Los protagonistas de esta obra son dos vividores, dos rentistas con demasiado tiempo libre que se reúnen cada día en su club de fumadores para debatir sobre los más peregrinos temas con una copa de brandy en la mano. Leen en el periódico la noticia de la misteriosa muerte de Samuel Renton, un viajante de instrumental quirúrgico norteamericano, que vive instalado desde hace meses en una pensión de National Street. Lo que al principio parece un suicidio pronto se descubre que es un “asesinato a puerta cerrada”, muy en boga en la literatura de la época. Bender y Curson, los dos protagonistas, inician una investigación paralela a la oficial, siempre a través de las noticias de lo periódicos y de las suposiciones que llegan a elucubrar sin moverse de sus cómodos butacones del club. La conclusión a la que llegan es del todo delirante, sobre todo por lo plausible y coherente con la información oficial. Después de su “descubrimiento”, ambos protagonistas continúan con sus “hallazgos de mentes ociosas”, sin dar a conocer a nadie su teoría. Como a Eyle, a ellos tampoco les interesa la realidad, sólo la verdad.
Crítica mordaz y sangrante a sus compañeros de club, que recibieron su publicación con la esperada frialdad, tuvo cierto éxito en la época, llegando a escenificarse una versión teatral adaptada por Malcom Kendrick. No comprendieron sus coetáneos que la mayor crítica del libro la vierte Eyle sobre sí mismo, asumiendo que vivía una existencia inútil y absurda que pronto llegaría a su fin. Efectivamente, Eyle murió en 1914, a los 36 años de edad, por complicaciones cardiovasculares. Por puro desgaste.
El libro ha sido reeditado con regularidad en lengua inglesa; pero no es hasta hoy, casi cien años después de su publicación original, que alguien se digna (y se arriesga) a publicarlo en lengua cervantina. Los onuvenses Malrayo se juegan los cuartos con una edición exquisita y lujosa que merece toda la suerte del mundo. A comprar.
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