sábado, 5 de abril de 2008

La muerte de la calle Grover de Clifford Beatty

La mañana del 7 de agosto de 2005 trae una funesta sorpresa a la ciudad de Liberfield y a todo el país: los habitantes de la calle Grover aparecen muertos. Todos ellos. Tras la primeras investigaciones no se encuentran señales de violencia en ninguno de los cadáveres, como si los fallecidos hubiesen muerto sin darse cuenta: la mayoría yacen plácidamente sin vida en sus camas, otros sentados en sus sofás frente a un televisor todavía encendido... Sea lo que sea lo que ha matado a los habitantes de la calle Grover, se ha detenido, como si hubiese una frontera invisible, justo en el límite del vecindario, pues en las calles adyacentes los vecinos han amanecido sanos y salvos.
Esta sugerente novela del norteamericano Beatty comienza como un episodio de Twlight Zone para luego sumergirnos en una trama magnética, de protagonismo coral, repartida entre un policía forense, una doctora, dos familiares y un vecino de los fallecidos. La novela funciona mejor cuando el protagonismo radica en estos tres últimos, sobre todo en el caso del vecino: en la casa de al lado toda la familia ha muerto mientras en la suya no, aparentemente sólo porque su casa no pertenece a la calle Grover. La grandeza de la obra estriba en que funciona perfectamente como alegoría de la relación entre el primer y el tercer mundo, pero sin desatender en ningún momento la trama de misterio: efectivamente, por debajo de todos los dramas y confusión que reina en las vidas de los protagonistas, fluye el misterio de qué les ha sucedido a los habitantes de la calle Grover. La resolución quizás dejará a más de uno insatisfecho, pues lejos de ser fantástica, apuesta por la plausibilidad. Lejos de un deus ex machina, todo adquiere sentido pues todos los elementos se encauzan hacia ese final, que funciona como una bofetada que nos devuelve a una realidad mundana y demasiado prosaica. La moraleja parece ser que vivimos en un mundo gris y triste dominado por el azar, a lo que algunos se empeñan en llamar magia. Desolador final para una novela que se lee con fruición.

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