viernes, 28 de marzo de 2008

Darkline de Frederick Carlson

Lo comentábamos con respecto a la obra anterior del escritor norteamericano de origen sueco Frederick Carlson, Skyline: se apreciaba una evolución en su estilo, un deseo palpable de adquirir una nueva mirada, alejada de los clásicos del género negro. Ahora sabemos más: la obra anterior y la que ahora nos ocupa son los dos primeros pasos de una trilogía que marcará la despedida del Inspector Haunt (resaltar que su nombre ya no es aludido en la portada como recurso publicitario), y que, a día de hoy y a la espera de la conclusión, sitúan al señor Carlson a la altura de los más grandes escritores de género negro actuales; al menos para un servidor. Si en su obra precedente ya nos deslumbraba con una trama asfixiante, sobriamente plasmada con un estilo cortante, donde no sobraba ni una sola palabra, sin concesiones ni tiempos muertos, aquí lleva sus logros al paroxismo: una trama mínima que funciona como un loop repetido, un mantra que salpica de sangre el rostro de un lector que se ve inmerso en un universo nihilista, frágil como un castillo de naipes.

Todo comienza cuando un ratero de poca monta fuerza la puerta trasera de una pequeña tienda para llevarse la recaudación, teniéndose que conformar con un poco de calderilla suelta y unas bolsas de bollería industrial. Poco después llega el empleado encargado de abrir el local ese día, que al ver el panorama aprovecha la ocasión para desvalijar la caja fuerte y echarle la culpa al ladrón. Acto seguido llama al dueño de la tienda, que se presenta al instante, con unas intenciones muy alejadas de lo que el empleado, y el lector, podríamos suponer. Las sorpresas son continuas, los cambios de punto de vista de un virtuosismo casi exhibicionista, el ritmo frenético. Como suponíamos, los agentes Dickinson y Lamar (desde ya mismo una de las más memorables parejas del género), que ejercían de conductores de la trama en la obra anterior de Carlson, se convierten aquí en los auténticos protagonistas, quedando el maduro inspector Haunt reducido a mero espectador desde su privilegiada atalaya, apenas una sombra que sobrevuela la trama. Es la suya, eso sí, una ausencia poderosa, magnética: está presente en cada una de las páginas sin aparecer físicamente en ellas.

Dickinson y Lamar, partes integrantes del mismo componente químico, le otorgan, no sólo un nuevo ritmo a la prosa de Carlson, sino una nueva dimensión. Haunt era pura ironía, y las obras protagonizadas por él eran ejercicios de recreación realmente efectivos, autoconscientes hasta la parodia. Eran divertidos hasta donde un descuartizamiento pueda serlo. Eso ha cambiado: el humor está ahora fuera de plano, en los huecos que deja la narración y que sólo podemos suponer. Como un chiste mal contado, el ritmo es entrecortado e intuimos el final demasiado pronto; como un chiste bien contado, el final es mejor de lo que nos habían dejado entrever. Mezcla entre corazón arrítmico y pistola encasquillada, la novela funciona por insostenible, por insoportable (piensen en un Funnie Games de Haneke). De una tensión física que sobrepasa las letras impresas, supone la obra maestra indiscutible de un Frederick Carlson al que no debería perderse ningún aficionado al noir ni a la literatura de calidad. La edición de Libro Blanco, como siempre, para sacarse el sombrero.

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