sábado, 15 de marzo de 2008

Skyline de Frederick Carlson

A Eli Connor le ha tocado la parte más sencilla del plan: la tumba ya está cavada en mitad del descampado; sólo tiene que sacar el cuerpo del maletero, arrojarlo en el hoyo y cubrirlo de tierra. Pero uno de los párpados del cadáver comienza a palpitar, revelando que quizás el muerto no esté tan muerto como suponía. Desde una cafetería cercana Eli telefonea a su cómplice, que insiste en que remate al cadáver a golpe de pala. Pero Eli no es una asesina, así que se pide un par de whiskeys para envalentonarse y vuelve al bosque donde descubre que el “no cadáver” ha desaparecido, desmantelando así el complejo plan de malversación y suplantación de identidad que ella y su misterioso cómplice han tramado.
Un flashback nos sitúa tres meses atrás. Seguimos los pasos de Eli mientras busca empleo desesperadamente. Parece tener suerte en la entrevista con un apuesto empresario que coquetea descaradamente con ella: le espeta que la única razón por la que la contrata como ayudante personal es porque su color favorito es el verde dólar, y ella lleva puesto un ligero vestido azul y amarillo. Los juegos temporales continúan como en un partido de ping-pong entre estos dos momentos, principio y fin de una historia de la que es imposible substraerse. Su lectura nos empuja, sin respiro, por los vericuetos de una trama sólo aparentemente laberíntica, en realidad directa como un tiro a bocajarro.
Carlson inaugura con esta novela una segunda tanda de las aventuras de su ilustre inspector, ahora ambientadas en los años ochenta, con un Haunt maduro que deja parte del peso argumental en manos de la nueva generación (los agentes Dickinson y Lamar, que hacen presagiar grandes momentos en próximas entregas). Por primera vez el carismático inspector Haunt aparece a mitad de la trama, cuando todo parece estar ya a medio resolver. Lo que no ha cambiado es su neurosis, su adicción a la cafeína y su capacidad innata para tocar las narices por igual a culpables e inocentes.
El autor, quizás contagiado de la madurez de su protagonista, huye por primera vez en su ya dilatada carrera de los tópicos noir y hard boiled que salpicaban su obra anterior (con más espíritu crítico que revisionista, todo hay que decirlo). Aquí se muestra sosegado y deja que la trama fluya de forma natural por los recovecos más inesperados, mostrando ángulos inéditos en este tipo de género. Huye de la alargada sombra de Chandler y Himes, sus principales referentes, para acercarse a una Patricia Highsmith menos misántropa.
La edición de la pequeña editorial de Solsona (Barcelona) es, como siempre, impecable y cuidada hasta el último detalle (la sobrecubierta, la tipografía, el gramaje del papel, la interesante introducción de Pau López), lo que hace menos doloroso soltar la viruta. Resaltar la traducción de Marta Vinuesca, ajustada como una media a la prosa cortante de Carlson.

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